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San Francisco: Impactante crónica de una muerte que quizás pudo evitarse sin tanta burocracia

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SAN FRANCISCO- Elba Massola, esposa del destacado y querido abogado local Jorge Vercellone fallecido en octubre pasado como producto de una crisis cardíaca sorpresiva, publicó una carta a través de sus redes sociales cronicando la muerte de su marido como consecuencia de una burocracia médica y de un déficit sanitario incomprensible para una ciudad tan grande como San Francisco.

«A la gente de San Francisco:

Ha transcurrido un tiempo oscuro de silencio y tantísimas lágrimas. Sin embargo el valor señala que es momento de detallar una realidad, o dar un “informe de la situación”, tomando palabras de Víctor Heredia. “Duele a mi persona tener que expresar (…) aclarar que- aunque el daño es grave- bien pudiera ser que podamos salvar al trigo joven, si actuamos con celeridad”.

Desde hace tiempo vengo pensando en cómo escribir esta carta. Pensé en el todo y en cada una de sus partes, el tono preciso y la estructura. Y después de darle muchas vueltas al asunto, me di cuenta de que lo mejor sería hacerlo como una crónica, por varias razones y una en particular: no hay día que despierte y no reviva minuto a minuto lo que pasó aquella fatídica noche.

Todo ocurrió el fin de semana largo de octubre, precisamente el lunes 16, y remarco esto porque, quizás y solo quizás, si hubiera sido un lunes hábil, la situación hubiera sido diferente.

La mayoría de nosotros, cansados, pero contentos de varios días de viajes o reuniones familiares. Paseos, mateadas, asados (bueno…si alcanza la plata), festejos…. ¿Quién puede pensar en ese momento en la desprotección de cada uno de nosotros en materia de salud en nuestra ciudad? Supongo que nadie. Ni siquiera yo lo hice en esa oportunidad, ignorante a lo que me iba a enfrentar. Pero esa es la palabra: desprotección. Nadie que nos proteja si nos enfermamos, sobre todo si es de gravedad o urgente, o urgente y de gravedad. Salvo, claro, que aparezca un súper héroe. Pero el mundo que habitamos no es de fantasía, es real, tan real como esta carta que escribo y hago pública con una sola intención: que se conozca la falta de estructura sanitaria en San Francisco que me tocó vivir, y por respeto y caridad a la población debo denunciar.

La crónica comienza así:

A las seis de la tarde del lunes 16 de octubre, mi esposo -Jorge Vercellone- se sintió descompensado. De manera urgente lo llevé al servicio de emergencia que nos corresponde. Ahí le hicieron el control correspondiente y nos derivaron a la “única” clínica que en día feriado podía hacer electrocardiograma: la Clínica San Justo. Ustedes preguntarán lo mismo que pregunté yo: ¿sólo una sola clínica puede hacer un electrocardiograma de urgencias un feriado? Sí, una sola.

Allí fuimos. Le hicieron el estudio señalado que, según nos dijeron, dio normal. Sin embargo, decidieron ingresarlo para hacer análisis específicos. A los veinte minutos de ingresado y ya con medicación comenzó a hacer un cuadro de “infarto agudo y grave”. El especialista, que ya estaba presente junto al equipo médico, nos explicó que si bien habían comenzado a administrarle la medicación de protocolo para estabilizarlo, era necesario derivarlo a una Clínica que tuviera Sala de Hemodinamia para realizarle una angioplastia de urgencia, en particular dentro de las 24 horas. Así de repentino era todo. Así de violento. Así de tremendo. Y en la ciudad, la única que cumplía con esa condición era la Clínica Regional del Este, ya que –según nos explicaron- ninguno de los demás centros médicos locales, incluyendo el mismo Hospital Regional “J. B. Iturraspe” –donde igual tampoco hubieran atendido a mi marido por contar con obra social-, prestan este servicio, con la única excepción de la Clínica “Enrique J. Carrá”, pero que lo dispone solo los días jueves, que es cuando concurre el especialista a cargo.

El panorama era oscuro, aunque parecía haber una luz al final del túnel. Sin embargo, al rato, aproximadamente a las 20, me manifestaron que no se podía trasladar a esta clínica que estaba a solo veinte cuadras del lugar porque mi esposo pertenecía a Apross. Se preguntarán tal vez -como nosotros-, por qué no lo recibieron como afiliado a esta obra social, siendo que (según nos informaron) Apross tiene un convenio con esa clínica. Y les respondo luego de estudiar el tema: resulta que los afiliados de la obra social más importante de la provincia estamos “esclavizados” (algunos como yo, una ex docente), atados de pies y manos cuando se trata de elegir el lugar que para tal o cual situación sea el que nos convenga, y no sólo eso, sino que en San Francisco estamos excluidos de la clínica que tiene la única sala de hemodinamia. Vaya a saber qué entramado o telaraña burocrática e intereses económicos valen más que la vida de una persona.

En mi ingenuidad respondí que no importaba que no cubriera la mutual, que lo ingresan como particular, que nos haríamos cargo de los gastos. ¿Acaso no me van a decir ustedes que uno vende todo lo que tiene para salvar una vida? Bueno, les cuento que la respuesta siguió siendo negativa.

Acá se abrieron preguntas que aún no puedo responder y nadie me responde: ¿por qué si yo pago todos los meses una obra social, la misma no está a la altura de la circunstancia cuando más la necesito? ¿Por qué esta obra social, la obra social de la PROVINCIA DE CORDOBA (la cual posee miles de afiliados no solo en el interior, sino en el interior del interior,) no garantiza una sala de Hemodinamia en cualquier clínica para tratar infartos cuando el porcentaje de este tipo de eventos coronarios en la población de más de 50 años es altísimo? ¿Cómo puede ser que haya una sola clínica con sala de Hemodinamia en la ciudad y que encima no reciba particulares aun siendo afiliados de una obra social?

No tengo respuestas para eso.

Pasadas las 20, desde la clínica se hicieron llamados, y nosotros también nos contactamos con personas allegadas preguntando cómo podía ser que la clínica no nos dejara ingresar a mi marido si estábamos dispuestos a pagar de manera particular. Les aseguramos, incluso, que desligaríamos por escrito a la clínica de toda consecuencia.

Todo esto, mientras los minutos pasaban y el cuadro de él empeoraba.

La respuesta siguió siendo negativa y el argumento el mismo, que el Apross multa a las clínicas privadas que atienden como particulares a pacientes con dicha obra social. Se hicieron las 21.

Entonces, la única esperanza fue trasladarlo obligatoriamente a Córdoba. Y subrayo esta palabra: obligatoriamente. Nosotros no podíamos elegir, quedamos presos de un sistema. Para ello, había que esperar desde la misma capital provincial una ambulancia de alta complejidad y un médico especializado que acompañe, ya que en la ciudad -nos dijeron- tampoco contaban con este servicio. En consecuencia, la demora sería como mínimo de tres horas hasta la llegada de la ambulancia, y de otras tres horas hasta el traslado al centro que disponía Apross en Córdoba.

En esa espera, entre las 22 y la 1 ya del día 17, estuvimos atados de pies y manos. A veces sucede que la muerte llega y ni siquiera alcanzamos a saber qué pasó, cuál fue el diagnóstico o las posibles soluciones. No fue este el caso. Sabíamos lo que tenía y lo que se debía hacer, lo único que nos faltaron fueron los recursos humanos y materiales para hacerlo. Por supuesto que no podemos asegurarnos que, de haber hecho el traslado a tiempo dentro de la ciudad, él se hubiera salvado. Lo que sí sabemos y aseguramos es que hicimos todo lo que pudimos, golpeamos puertas, llamamos a los que había que llamar y nadie atendió.

Fueron horas interminables esperando la ambulancia desde Córdoba, horas en las que a mi esposo le dieron dos paros cardiorrespiratorios que lo llevaron a la muerte. Sí, a la muerte. Luego de eso, nada se pudo hacer. A pesar de haber procedido de inmediato y haberlo ingresado a una clínica aún antes de que sufriera el cuadro de infarto.

Al principio les conté la intención de esta carta: narrar el informe de situación que le tocó vivir a mi esposo y que refleja la estructura sanitaria deficiente de la ciudad en la que vivimos. Una ciudad que tiene un sistema sanitario que funciona muy bien de lunes a viernes, pero nos deja desprotegidos los fines de semana y feriados: sin guardias, sin especialistas, sin salas equipadas para episodios coronarios.

Al final, y para cerrar, les cuento mi propósito: pedir que nuestra ciudad tenga el sistema sanitario que se merece, donde no haya que morir a la deriva porque no hay salas equipadas. Que sobren especialistas y falten excusas para decir “No” por temor a una multa o cupos llenos de pacientes con obra social.

Tal vez esta carta llegue a las autoridades. Tal vez estas autoridades las lean y sientan la impotencia que sentí y sigo sintiendo yo cada vez que recuerdo esa noche. Tal vez sientan la impotencia y trabajen para garantizar un servicio de salud acorde a la ciudad, que coordine con las clínicas privadas traslados y situaciones de urgencia, para que nadie, nunca más, se muera esperando.

Seguramente algunos tendrán rebuscados argumentos para replicar este sencillo cuestionamiento. Pero la gente sabe discernir y darse cuenta de que en los momentos cruciales de nuestras vidas estamos desamparados.

Y volviendo al autor que cité al principio… “Suscribo nombre y apellido y ruego a usted tome partido para intentar una solución que bien podría ser la unión de los que aún estamos vivos. Saluda a usted un servidor”.


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