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Mundos íntimos. ¿Qué hacer si el dolor te atrapa hasta el llanto y la opción sugerida es una cirugía invalidante?

El 2022 fue raro y creo que me va a llevar un tiempo descifrar todo lo que dejó a su paso. Mi cuerpo se rebeló, me mostró su potencia al enfrentarme a mi debilidad. Hoy, mirando atrás pienso que siempre le exigí demasiado, que pasé por alto el dolor, o el cansancio, las horas sin descanso frente a la computadora, sin darle otra opción al cuerpo que replegarse ante mi voluntad y no parar.

Desde adolescente sufro contracturas musculares en la columna cervical, consecuencia de la tensión que acumulo en esa zona y de la mala posición para trabajar. Nunca le di más importancia que tomar algún calmante o ir a un par de sesiones de kinesiología. Con el tiempo, esas contracturas desplazaron discos, las vértebras se fueron aplastando y esa degeneración empezó a hacer presión sobre la médula. A los 35 años me operaron de una hernia de disco cervical por ese motivo.

Prueba y error. Para explorar situaciones menos cruentas que la cirugía de columna, a Fátima Cheade le operaron la mano, pero no dio resultado. Prueba y error. Para explorar situaciones menos cruentas que la cirugía de columna, a Fátima Cheade le operaron la mano, pero no dio resultado. Con dos vértebras fijas no dejé de hacer nada. Por ese entonces, yo ya tenía a Agustín, mi primer hijo, y luego de la operación la tuve a Lucía. Pero hace dos años, el problema regresó y el escenario se planteó más grave. Ya no podía seguir como si nada. Y cuando hablo de no poder no es figurativo, es tan real como que mis manos perdieron sensibilidad y al dolor en la cervical, al que ya estaba acostumbrada, se sumó la sensación de tener mis manos dentro de un recipiente con cubitos de hielo, como entumecidas, o como si las estuvieran apretando, no las sentía y dolían. Se me caían los objetos, me sentía torpe, me avergonzaba.

A veces miraba mis manos para ver si estaban hinchadas, o si tenían otro color, porque sentía que me iban a explotar, pero no, a la vista estaban igual, el dolor no se veía y no había calmante que me lo quitara. Probé con todo lo que me dieran: cremas y aceites de árnica y cannabis, frío y calor. Nada cambiaba.

Fátima Cheade, su marido y sus dos hijos: siempre se sintió apoyada por ellos.Fátima Cheade, su marido y sus dos hijos: siempre se sintió apoyada por ellos.Hace 32 años que escribo y edito notas periodísticas de secciones como Internacionales, Economía o Política. Lo hice en máquinas de escribir en mis inicios, luego en computadoras cada vez más pequeñas. Mis manos fueron y son mi medio de vida en todo sentido. Además de deslizarse por los teclados dando forma a diferentes textos, son las que en mis ratos libres durante años me llevaron a recorrer bastidores con pinceles untados en óleos, a restaurar viejos muebles de madera y a tapizar cuanto sillón o silla encontrara arrumbado y solitario. También son las que acarician y abrazan, las que sujetan y envuelven.

Que sean mis manos las que no me respondieran fue absolutamente desconcertante. Mi mundo se cayó a pedazos mientras las molestias se acrecentaban y la incertidumbre me paralizaba. En poco tiempo no podía sostener ni un libro, ni atarme los cordones, ni pulsar una tecla en la computadora, ni escribir de puño y letra. Nada.

No podía sostener una conversación sin que el dolor distorsionara mi capacidad de atención. Empecé a aislarme un poco, a no querer ir a reuniones con amigos, a quedarme en mi casa, yo que siempre fui super sociable y me la pasaba organizando encuentros y salidas. Me acostumbré en medio de las comidas a rodear con mis manos las botellas frías y allí dejarlas, solamente para que el dolor me diera un respiro.

Las noches eran interminables, no había forma que no me durmiera llorando, por más que me quedara leyendo hasta el último minuto para no pensar.

A estos síntomas enseguida se le sumó la falta de sensibilidad en los pies: no sentía la planta ni los dedos, el metatarso era como una almohadita de arena que pisaba sin reconocer como propia, o como tener todo el tiempo una media arrugada en el zapato. Esa falta de sensibilidad afectaba mi estabilidad al caminar y todas mis actividades. No me sentía en condiciones como para salir sola a la calle. Dejé de conducir, no podía correr ni para cruzar de una vereda a la otra y hubo zapatos que ya no pude usar porque su rigidez se sumaba a la que yo ya tenía en mis pies.

Tuve que dejar de trabajar mientras mi médico me ordenaba estudios. El diagnóstico fue mielopatía cervical, una compresión en la médula espinal originada por protrusiones de discos intervertebrales, artrosis producida por la operación previa de hernia de disco en la que se me fijaron las dos vértebras y una sifosis (cambio de la curvatura de la cervical, como una S al revés). Solucionar todo esto llevaría dos cirugías de mucho riesgo. En el mejor de los casos, si la operación salía bien, mi cuello quedaría rígido, sin movilidad. Las probabilidades que las operaciones salieran mal, estaban, y me atormentaban. No sé si puedo ponerlo en palabras todavía, pero los riesgos implicaban perder autonomía de todo tipo. Sin embargo, no operarme implicaba riesgos parecidos…

Fueron días de angustia, de no parar de pensar, de no entender y de llorar. Tenía miedo, pánico. No quería que llegara el momento de la operación y, de hecho, se iba postergando mientras mi traumatólogo hacía interconsultas con otros médicos. Yo percibía que él tampoco quería operarme, y entonces fuimos haciendo algo así como ensayo y error.

Fue así que me operaron de la mano izquierda, para descartar que no tuviera una compresión en el túnel carpiano que agudizara el cuadro. Iban a seguir con la derecha, pero como el dolor no cedió, no lo hicieron. También me derivó a una neuróloga para que haga una evaluación, sospechando alguna otra enfermedad de ese ámbito. Ella le dio entidad a mi dolor, le puso un nombre, me explicó la causa, y me medicó para sacármelo. Por primera vez escuché la expresión “neuropatía”, que era lo que me provocaba el problema en la cervical en las terminaciones nerviosas que comprimía, y “sensibilidad pervertida”, que no era falta de sensibilidad, sino una forma sensorial rara, distinta. Todo ese tiempo me enfrenté al desafío y la dificultad de tener que relatar sensaciones, como el tipo de dolor o de sensibilidad, como lo hago ahora, acá, mientras escribo. Es difícil hablar de algo tan subjetivo como el dolor y que quien te escucha no piense que es algo psicosomático. Claro que, con las resonancias y los estudios específicos, quedaba claro que no era algo que nacía de mi cabeza, de mis pensamientos, sino algo bien concreto, una enfermedad que generaba la compresión en la médula a la altura de la cervical.

Con la neuróloga comenzó otra etapa, en la que con medicación iba cediendo el dolor hasta sentir apenas un cosquilleo, un margen de molestia que actuaba como alerta, para que no me olvidara que el problema seguía ahí, pero que me permitía ir recuperando cierta normalidad en mi vida. Así transcurrió ese año raro, en el que era yo, pero distinta.

Mientras tanto, me ilusionaba con la idea de que no tuvieran que operar, pero era solo eso, mi deseo. Había recorrido varios consultorios buscando más opiniones y todos los médicos coincidían en que la operación era inevitable, pese a los riesgos.

Recuerdo una consulta con un traumatólogo de columna muy conocido, cuando, ingenua, le pregunté si podía hacer algo para revertir la operación, como hacer yoga y trabajar la postura. Estaba escribiendo en la ficha, levantó la cabeza, se sonrió y me dijo: te doy el Nobel si funciona. Me fui sintiéndome totalmente tonta, impotente, decepcionada.

Acepté lo que me pasaba pero no dejé de ir a una sola sesión de kinesiología y comencé a tomar clases de yoga con una profesora particular, que preparaba prácticas totalmente cuidadas y personalizadas, con ejercicios en los que trabajaba mis cadenas musculares. Caminé aún con los pies dormidos, entrené la calma y la paciencia. Acepté, aunque doliera.

Mi dolor interno, ese que te retrae y te silencia, lo trabajaba en mis sesiones con la psicóloga. Me refugié en la lectura y, pese al gusto de leer en papel, tuve que recurrir a un libro electrónico que no pesara en mis manos. Ese año leí más de sesenta libros. Una semana era tiempo suficiente para empezar y terminar uno o dos.

Exploré mis recuerdos en el marco de un taller de escritura, y escribí sobre mis emociones. Me aferré cada día a compartir mis horas con mis hijos, a quienes todo ese tiempo sentí cerca aunque cada uno estuviera en su mundo. Muchas veces no preguntaban pero en sus caritas leía la preocupación y ese tiempo en espera que marcaba cada visita al médico.

Me amigué con la incertidumbre absoluta de no saber cómo iba a estar mañana, aprendí a no pensar en el futuro, a caminar más despacio, a tratar a mi cuerpo con consideración, a pedir ayuda. Busqué alternativas para leer y que no me pesaran los libros en las manos. Me enfrenté a mí misma, en un cuerpo que respondía diferente.

Me preguntaban si me aburría, si extrañaba mi trabajo, intenso y vertiginoso, en una agencia de noticias en la que los televisores resuenan todo el día, las reuniones de edición se repiten mañana y tarde y los temas se debaten minuto a minuto. Pero no, nunca me aburrí. Ocupé ese tiempo que me regaló la vida a cambio de la enfermedad, para sanarme, no sé si de una manera definitiva, pero sí de una forma amorosa, atenta y bienintencionada.

Me rodeé de afectos que estuvieron presentes, me sentí agradecida. Tuve que aceptar pasos que se alejaban, voces que se callaban y risas que ya no estaban. Sentí decepción, pero también lo entendí. Me tocó despedir a una amiga que seguro me hubiese acompañado si no fuera que la vida se le apagó, y a una colega cuya partida fue tan sorpresiva que me pasé días escuchando una y otra vez su último mensaje.

Estuve disponible para mis hijos, para mi marido y para mis padres. No me hizo falta preguntar si ellos lo estaban para mí. Me bastó saber que yo estaba para ellos, me hizo feliz. Mi marido me acompañó a cada una de las consultas médicas, a cada estudio y lloró conmigo cada vez que el dolor o la incertidumbre me derrumbaban. Me apoyó en cada paso, se alegró con mis avances y entendió mis miedos, como hoy lo hace con mi necesidad de escribir, para sanar, para hacer más ligera la carga.

El 2022 dejó tantas huellas que hoy todavía no puedo contarlas todas. Aun con todo el dolor, la angustia y la incertidumbre, pienso que ese año fue el regalo que me hice, aunque suene absurdo, porque me dejó una hoja de ruta, una guía para no perderme, para seguir siendo yo pero distinta.

Hoy, dos años después, estoy sin síntomas y sin dolor en las manos, la sensación en los pies persiste pero no es constante y no me impide realizar las actividades que amo. Hace un tiempo no tomo más medicación y, finalmente, no me operaron, aunque continúo con mis controles médicos.

Mis miedos están ahí y nadie me asegura que en un futuro no tenga que ser operada. Pero no me detengo a pensar, sé que es una posibilidad así como es una realidad estos dos años de aprendizaje que me dio mi cuerpo. Con el paso del tiempo, retomé parte de mi rutina laboral. Pero no dejé de leer, sigo haciéndolo al mismo ritmo. Continué también escribiendo, para entender, para recordar, para aceptar y para seguir, como lo estoy haciendo aquí, ahora.

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Fátima R. Cheade es Licenciada en Relaciones Internacionales, recibida en la Universidad del Salvador. Trabajó en Cancillería pero luego le dedicó más de tres décadas al periodismo. Comenzó en la redacción del diario Clarín y continuó en la revista Noticias. Fue redactora, editora y la primera jefa mujer de la sección Política de la agencia de noticias Télam. A sus 56 años, es una apasionada de la literatura y tiene escrito un libro de relatos intimistas que bucean en su historia y sus emociones, que aún no se decide a publicar. Es mamá de Lucía y Agustín y está casada con Hernán, con quien hace 18 años comparte su vida.

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