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Rocky, Adrian y el cuñadismo patrio

La playa en agosto es el lugar idílico para celebrar el Día del Juicio Final. Lo tiene todo: calor sofocante y abrasador, picaduras de medusas, mosquitos y avispas, invasiones bárbaras con vecinos que plantan su sombrilla haciendo que parezca que vivimos en una pantalla de Tetris, cremas solares pegajosas que se te meten en los ojos como si fueran gas mostaza y nada pudiera volver a detener tu lagrimal convertido en un géiser incesante… Y la guinda: como salida del mismísimo Deuteronomio, una legión de cuñados, que llega hasta donde puede alcanzar la vista, ejerciendo el cuñadismo sin descanso, inagotables, anestesiantes, incombustibles, cargantes hasta la extenuación, inasequibles al desaliento. Ni siquiera necesitan pilas; se cargan como si fueran placas solares vivientes.

El cuñadismo patrio is different. Su practicante suele iniciar sus frases con un categórico “No, hombre, no; eso como todo”, para a continuación llevarte la contraria en aquello que hayas dicho con argumentos peregrinos que harían las delicias de cualquier redactor de horóscopos. Restan importancia al cambio climático de manera inversamente proporcional a como afirman estar seguros del fichaje de Mbappé por el Real Madrid verano tras verano. “Que te lo digo yo, que te lo digo yo”, es otro de sus pilares dialécticos.

Pero vayamos a la peli del día, que, si no, esto podría acabar en un ensayo sobre el Tractatus Logico- Cuñadísimus, y no está el horno para Wittgensteins. Eso sí, antes, una advertencia antropológica, cortesía de este humilde escribidor: no acepte nunca jugar al mus con uno de ellos. Jamás.

Al lío cinéfilo. Hoy me toca disfrutar bajo la sombrilla de la película Rocky, la historia del boxeador de origen italiano que elevó tres a Sylvester Stallone al firmamento Hollywoodense (luego ya se encargó él solito de bajar). Una peli del 76 que refleja cómo un paria puede subirse al ascensor social, agraciado por una pedrea celestial, porque, a fin de cuentas, es un Apollo el que le concede al modesto púgil de Filadelfia aspirar al trono mundial, salir en la tele y “ser alguien”. Una especie de sueño americano pero ceñido al ámbito deportivo, aunque se trate de un deporte en el que te ponen la cara lo mismo como un Modigliani que como un Arcimboldo.

El director Sylvester Stallone en la presentación de la película ‘Rocky Balboa’. AGUSTÍN CATALÁN

Rocky es un historión escrito por el propio Stallone. La gente que ponía la pasta quería que ese papel fuera para Robert Redford, Ryan O’Neal o James Caan, pero Sylvester dijo que lo hacía él o nada. Eso provocó que el presupuesto para el filme fuera tan exiguo que hasta los actores secundarios tuvieron que llevar su propia ropa en el rodaje porque no había guita para vestuario.

Y ahí, en esta historia emotiva e inspiradora, entra en acción el sublime cuñado de los cuñados, el referente, la guía espiritual del movimiento cuñadil: Paulie, el cuñado de Rocky Balboa. Figura culmen del movimiento, Paulie es el hermano de Adrian, la chica que le hace tilín al tosco boxeador. ¿Se mete Paulie donde no le llaman? Sí. ¿Interrumpe Paulie conversaciones ajenas? Sí ¿Ve Paulie la aguja en el ojo ajeno y no la viga en el propio? Sí y cien veces sí. Cuñadismo de manual.

La playa está repleta de cuñados de Rocky. Expertos en macroeconomía, deforestación, fiscalidad, sismografía, física cuántica… Saben cómo conseguir cupones descuento para el súper, o cómo hacer la fideuá ideal, mejor que esas que hacen los chefs con estrellas Miguelín. Lo dominan todo. Son renacentistas, trapecistas, fisonomistas, politólogos, entomólogos… Son como la inteligencia artificial, pero en versión mejorada. Una navaja suiza en el metaverso.

Regresemos al cuadrilátero. A Rocky le están dando una estiba de cuidado, sí, pero contra todo pronóstico el bonachón ha aguantado todos los asaltos al musculado Apollo Creed, el mejor boxeador del planeta. El potro italiano tiene los ojos hinchados, y la cara amoratada y desfigurada. Es la viva reencarnación del Ecce Homo que restauró Cecilia Giménez. Esos ojos mantienen aún dos resquicios mínimos, a través de los que casi no entra la luz.

Acaba el combate. Rocky sigue en pie. Es ahora una especie de murciélago que debe guiarse por el oído. Le da igual el resultado. Le importa un comino si es campeón del mundo o no. No espera ni atiende a la decisión de los jueces. Le pide a los periodistas que lo dejen en paz.

Balboa no piensa en otra cosa. “Adrian, Adrian”, grita con esa boca dolorida, hinchada, como el resto de su rostro. Adrian corre hacia el ring, perdiendo su sombrero de actriz secundaria por el camino. Y allí está Paulie, discutiendo con un policía que le impide acceder al cuadrilátero, porque un cuñado tiene que estar sí o sí en la escena, aunque esta sea la del crimen. Paulie es el cuñado de Rocky, y ahora también el cuñado de España.

Los productores habían pretendido que Adrian fuera Susan Sarandon, pero la descartaron por ser “demasiado bonita”. Mejor, porque era imposible que hubiese una Adrian más Adrian que Talia Shire. Tímida, dulce, inocente, humilde, con una mirada de verdad apabullante y liviana al mismo tiempo, Adrian enamora a la pantalla.

“Adrian, Adrian”, se desgañita Rocky, con la apoteósica música de Bill Conti de fondo. Rocky, el héroe sin un chavo, el hombre cuya faz es ahora un Van Gogh al baño maría, el tipo que sale a correr por Filadelfia con un chándal gris que parece el pijama de un actor de pelis del Oeste.

Pero da igual, da todo igual. Esto no va del sueño americano ni de épica ni de boxeo siquiera: esto va de amor, de la fe ciega -porque esos ojos no ven a estas alturas absolutamente nada- en abrazar a Adrian. Por eso las últimas cinco últimas frases de la película son: “Te quiero”, “Te quiero”, “Te quiero”, “Te quiero”, “Te quiero”. Y así, con el lagrimal inundado, no sé muy bien si por efecto de la crema o a causa de la emoción, ahora hasta me resulta entrañable ese pequeño ejército de cuñadistas que se está bañando con bandera roja y haciendo oídos sordos a las llamadas de los socorristas. Igual es que van mar adentro… a ver si pescan a Mbappé.

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