Es tanta la necesidad de mostrar al menos un resultado económico favorable que hay quienes, en despachos importantes del Gobierno, fantasean con la idea de sacarle algún provecho al 7,8% de mayo, nada menos que a un índice altísimo para cualquier estándar. Por ejemplo, cruzándolo con el 8,4% de abril y de seguido salir con el pregón de la desaceleración inflacionaria y el cambio de tendencia.
Una punta de ese juego aparece ya a cuento del retroceso estadístico que hubo en alimentos y bebidas, esto es, en el intento de vender el contraste entre la suba del 5,8% de mayo y el 10,1% de abril. Nada nuevo, solo que gastado y devaluado, es el relato del gobierno que cuida la mesa de los argentinos.
Claro que, puesta de otra manera, la misma ecuación da pasto para señalar que el costo de los alimentos y el de unos cuantos alimentos aflojó ahora porque antes se habían pasado de la raya. O porque había margen para frenar la máquina por un rato.
La estadística del INDEC marca, aquí, un 121,4% anual para la Capital Federal y el GBA que supera en 7 puntos porcentuales al 114,2% del índice nacional y pregunta por la bendita mesa de los argentinos. El 114,2% es, además, el nivel más alto desde septiembre de 1991.
Al interior del cuadro, un dato cuenta que esos comportamientos “antiinflacionarios” de los fabricantes suelen ser premiados con aperturas o flexibilizaciones del cepo a las importaciones. En unos cuantos sentidos privilegios, eso implica ingresar bienes del exterior al tipo de cambio oficial y luego comerciarlos según valores cercanos a los del dólar blue, es decir, en línea con la brecha del 100%.
Visto del derecho o del revés el resultado plantea que no hay manera de sacarle jugo al 7,8%: el índice de mayo remacha la impresión de que el temblor inflacionario no ha cedido de verdad y, también, que nada de lo que haga el Gobierno lo conmueve.
Por si faltan pruebas, excluido el 8,4% de abril, ese 7,8% no tiene una tasa mayor dentro de una serie publicada por el INDEC que arranca a fines de 2016 y por lo tanto acumula un recorrido de 77 meses.
Dice un consultor con años trabajando en este circuito: “Ya llevamos como veinte meses con el IPC arriba del 5% y no se ve, en ningún lugar, por qué habría de mejorar la situación si siguen haciendo lo mismo y siempre sin un plan. Encima, todo manejado por un gobierno deshilachado que desparrama incertidumbres, alimenta especulaciones financieras y hasta discrimina a favor de sectores y empresarios amigos”.
Seco de recursos y apretado por los vencimientos que se le vienen encima, estos días el Ministerio de Economía salió a buscar plata de apuro. En dos saltos, colocó deuda o refinanció deuda por cerca de 8,3 billones de pesos, alrededor del 70% entre organismos públicos y un 24% con inversores privados.
Hubo algo asociado al cuadro general, detrás de un fenómeno que pinta llamativo y del también raro atractivo que despertó un paquetazo que lleva el sello del Estado desfondado.
Además, claro está, de los considerables implícitos que arrastra la herencia que el kirchnerismo le deja al futuro gobierno.
¿Y cuál fue la moneda de cambio que fogoneó la movida?
Fue una pieza ya instalada definitivamente en el universo K, pariente directa de la llamada patria financiera y que, según los casos, suena a garantía o a única alternativa: los acreedores recibieron bonos indexados por la inflación o por el dólar oficial o por ambas cosas, a gusto de cada cual. Y el Estado se queda, así, con una deuda que arranca en 8,3 billones y se multiplica en grande con cada vencimiento.
Más de lo mismo o mucho más de lo mismo, el Banco Central acumula obligaciones por unos 17 billones de pesos, todas de corto plazo. El grueso en Leliq, las letras que emite para esterilizar la montaña de pesos que el gobierno genera sin respiro. No están formalmente indexadas, aunque rinden una tasa efectiva equivalente al 140% largo y a la vez sacuden un costo que desborda a la propia inflación.
¿Y esto cuando explota?, es la pregunta que viene cantada.
Cuidadosos del lenguaje que usan, los especialistas moderados tienen la costumbre de aclarar que “no habrá hiperinflación” y de comentar, sotto voce, que no la esperan porque el poder económico se ha abroquelado para enfrentar semejante peligro por todos los medios. O porque nunca faltará un buen negocio financiero a tiro.
En un mundo interior donde al fin nada está garantizado por completo, esto suena a una cobertura bastante más potente que la presencia de Sergio Massa en el Ministerio de Economía. Aunque Massa utilice la carta del hombre imprescindible cada vez que percibe algo inconveniente para sus intereses, o sea, cada vez más seguido.
Pero, en el mientras tanto y a la sombra del descalabro económico y social, hay un combo que no para de crecer: el que emerge en el país del deterioro y la decadencia acelerada, de la falta de expectativas y la desigualdad y de los etcéteras que siguen. De eso hablan otros datos, de los duros, también tomados de informes del INDEC.
Nuevamente números, ahora de abril 2022 a abril 2023.
Cantan un aumento del 121% en el costo de la canasta alimentaria básica, es decir, en aquella compuesta por bienes esenciales, de primera necesidad que fijan la línea de indigencia: pan, leche, papas, verduras y carnes, entre otros.
En el mismo período el acceso a la canasta básica total que define el umbral de la pobreza se encareció un 113%. Además de alimentos, ahí tenemos servicios básicos como gas, energía eléctrica y transporte. Aclaración: en ninguna de ambas aparece el costo de alquilar.
En la vereda de enfrente, el incremento de los salarios entre marzo 2022 y marzo 2023, también en un año, marca un 80,7% promedio para los empleados registrados, en blanco y con sueldos pactados en paritarias.
Queda, entonces, calcular lo que salta evidente, es decir, la pérdida de ingresos acumulada por los trabajadores.
Para los registrados, la cuenta da 40 puntos porcentuales o una pérdida mayor a la tercera parte del poder de compra de sus salarios si la medida es la canasta alimentaria. Contra la canasta que define el umbral de la pobreza tenemos 32 puntos, casi un tercio redondo.
El foco ampliado, extendido a lo que lleva el actual ciclo cristinista, dice que desde comienzos de 2020 el precio del pan aumentó 740%, un 900% la carne picada y 928% el asado.
La leche se anota con 774%, la yerba marca 830% y el litro de cerveza, un 633%.
Todo bien nacional y popular, puesto en números duros como le gusta mirar las cosas a Cristina Kirchner. Y a la vez difícil de cargar efectivamente a la cuenta de los grupos concentrados, a la del neoliberalismo o la derecha como pretende Cristina Kirchner.
Pasa, sencilla y crudamente que esto ocurre durante la gestión del gobierno que hace tres años y medio la tiene de vicepresidenta. Y pasa también que, a esta altura de la película, rinde poco pretender que todo es responsabilidad de Alberto Fernández o que Sergio Massa está libre de culpa y cargo.
En este reparto de cifras duras e incómodas hay algunas que le caen directo al ministro que ingresó con aires de superministro y que lleva 10 meses en el cargo. Massa asumió en agosto de 2022 con el compromiso de sacar al gobierno cristinista del borde el precipicio en el que había terminado por culpa, sobre todo, de la escalada inflacionaria.
Y si es por eso no le va precisamente bien, sino todo lo contrario. Cuando arrancó, el costo de vida anual marcaba 78,5% y el mensual 7% redondo. Ahora tenemos 114% en un lado y 7,8% en el otro, esto es, un incremento equivalente a 35,5 puntos porcentuales y nada parecido esos registros mensuales que según prometía iban a andar en los alrededores del 2 o el 3%.
Un dato añadido al juego de las responsabilidades. Massa era (¿o es todavía?) una apuesta fuerte de Cristina para las presidenciales de diciembre y el hecho de que, ante los traspiés del favorito, hubiese sacado de la manga a Wado de Pedro habla de las capacidades políticas y de construcción de la vice. Por fuera, claro está, de aquellas que le atribuye la militancia todoterreno.