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La piel de Riquelme


Román debutó en la Primera de Boca a los 18 años, en 1996. Este domingo, con 45 recién cumplidos, invitará a un nuevo viaje con su partido en la Bombonera.

Si la vida es eso que pasa entre mundiales y cada quién en su viaje toca una fibra íntima que lo lleva en el tiempo a la cocina de la abuela, el primer beso o el dolor por la pérdida de un familiar querido, para una multitud de amantes del fútbol -en su mayoría hinchas de Boca- pensar la vida es pensar en Riquelme.

Desde el debut con 18 años ante Unión en noviembre de 1996 cuando la Bombonera lo ovacionó; o el primer gol semanas más tarde ante Huracán hasta este domingo 25 de junio de 2023 el recorrido va de la mano con flashes de un tiempo pasado que invita a la nostalgia y a repensar cómo hubiera sido ese camino sin la compañía de un futbolista como Riquelme.

La llegada de Román a la Primera de Boca de la mano de Carlos Salvador Bilardo dio pruebas en su primera función que empezaba una historia que dejaría una huella indeleble. Riquelme -guste o no- es uno de los personajes más influyentes de la historia moderna de Argentina. Esa primera tarde ya fue toda una declaración de principios y valores: desde el juego, por debutar con el aplomo de un veterano; y desde lo discursivo, cuando corrigió al cronista que fue a entrevistarlo tras el partido y le aclaró que no era la primera vez que jugaba en la Bombonera, que ya lo había hecho en Reserva; y que lo de la gente era increíble. Una madurez insolente para alguien de su edad.

Clase: Román, la 10 de Boca y la pelota cerca del botín derecho. (Archivo Clarín)

Clase: Román, la 10 de Boca y la pelota cerca del botín derecho. (Archivo Clarín)
La carrera de Román en Boca y en el fútbol tiene muchos giros que parecen guionados. Reemplazó a Maradona en un Superclásico en el Monumental en el último partido de Diego como futbolista profesional. Más lejos en el tiempo y en la distancia, fue la figura en la despedida de Zinedine Zidane del Real Madrid con una actuación sobresaliente en el Santiago Bernabéu. Y el francés quiso de regalo para su retiro la camiseta amarilla del Villarreal del pibe de Don Torcuato.

Para los que andan cerca de los 40, el retiro de Román significa un duelo. Con su fútbol se va también una parte de cada fanático. El calendario no miente. Cuando terminaban la primaria -más o menos- Román era campeón del mundo sub 20 en Malasia; cuando estaban por egresar de la secundaria, Riquelme bailaba al Real Madrid en Japón; cuando consiguieron su primer empleo, el 10 de la Selección en el Mundial de Alemania era Riquelme. Esos, los/las cuarentones de la Generación X o Y (falsos Millenials), crecieron y maduraron al ritmo de Román. Este homenaje es también despedir al/la joven que alguna vez fueron.

Es fácil. Ya casi no hay futbolistas en actividad nacidos en los 80. Y el sueño de llegar a Primera finalmente se convirtió en una posibilidad tan cierta como pisar la luna en alguna expedición comandada por Elon Musk. Hoy, en algún club cualquiera de la Ciudad, de Haedo o de Lomas de Zamora un chico de 6 años juega su primer partido de baby fútbol y después se toma una gaseosa con las medias bajas junto al padre que se escapó del laburo para verlo jugar.

En el Sudamericano de Chile: Cambiasso, Mumo Peralta, Aimar y Riquelme.

En el Sudamericano de Chile: Cambiasso, Mumo Peralta, Aimar y Riquelme.
Más orgullo que Cacho Riquelme debe ser difícil de sentir. El papá de Román lo llevaba a los potreros de San Fernando a «jugar con los grandes». Allí aprendió los códigos, las picardías y a pisar la pelota como «un escalope», según la analogía de Carlos Bianchi, el otro papá de Román. El primero de once en nacer, Román es el hermano mayor. Tal vez haya sido por eso que nunca le costó ponerse la 10 de Boca, el equipo y los 60 mil hinchas de la Bombonera al hombro para ganar tres Libertadores.

«El pibe tenía 22 años y decía: ‘Denme la pelota a mí y yo gano el partido’«, contaba por estos días Cristian Traverso, compañero de concentración y destinatario de los abrazos de gol del primer Riquelme.

Lo de Román siempre fue mágico. Y siempre fue en contra de las críticas. Le decían que era lento, pero pensaba más rápido que nadie; le decían ‘pecho frío’, y agarraba la pelota en el momento más caliente; le dijeron que estaba acabado, pero tres veces demostró su vigencia: cuando estuvo seis meses colgado en Villarreal y volvió a jugar en la Selección con dos golazos a Chile; cuando volvió a Boca en 2007 y ganó la Copa; cuando lo echaron del patio de su casa y se fue a Argentinos a lograr el regreso a Primera y «quedar a mano» con su club formador.

El mejor Riquelme, campeón de la Libertadores 2007. (EFE)

El mejor Riquelme, campeón de la Libertadores 2007. (EFE)
Nadie puede dudar de que Riquelme fue (es) un fenómeno. Y al que no coincida que le pregunte a Ronaldinho, a Ronaldo, a Iniesta o a Messi. O a Pablito Aimar, socio en la cancha y uno de sus grandes amigos afuera. La amistad con el cordobés le valió un cariño -nunca admitido- por los hinchas de River (el respeto ya lo tenía). Román y Aimar se profesaron admiración y sin falsa modestia opinaban que el que jugaba mejor de los dos siempre era el otro.

Riquelme es un estratega. Hábil declarante, siempre sabe cuándo hacer la pausa y cuándo acelerar. Esperó el momento indicado (se tomó 9 años) y ahora sale de vuelta a la cancha, a una Bombonera repleta que lo ovacionará como la primera vez. Reunirá a las más grandes estrellas de nuestro fútbol y dará un golpe sobre la mesa de cara a las elecciones de diciembre, cuando buscará ser reelecto para seguir «defendiendo al club de aquellos que quieren usarlo para la política». El fútbol es un acto político y Riquelme el mejor jugador de todos.

Riquelme en la Bombonera. (Juan Manuel Foglia)

Riquelme en la Bombonera. (Juan Manuel Foglia)
Juan Román Riquelme es el líder y el conductor del pueblo xeneize. Es como Perón bostero o como el Indio Solari, otro fanático del diez, que le dedicó un poema: «Probablemente no consiga nunca que su destino sea nada más que el eco de sus deseos. Debe, entonces, ser lo suficientemente valiente como para que el temor no le impida a su apetito amoroso exponer lo que cree que debe expresar. Aceptará que su destino sea relativo pasajero y violento. Sus emociones, sus reflexiones y sus juicios personales, si no toma por asalto la esquiva belleza, no son nada. De lo extraordinario y extraño debe nutrirse su estilo (que nunca es neutral)». ¿Cuántas Bomboneras podrían llenar juntos el Míster y Román?

Acepta Román -entonces- que está de paso, pero ahora que controla el viaje otra vez bajo su suela, intentará que sea un poco más largo. Todavía le quedan trucos en su galera. Y cuando el domingo pise el césped y el coliseo vuelva a rugir por su César, volveremos a sentir cómo se eriza la piel de Román.

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