Mario Vargas Llosa dijo alguna vez que de joven soñaba con ser un escritor francés. Pues bien, si yo tuviera que resumirle hoy a un lector francés qué ha significado Vargas Llosa en nuestra cultura, diría lo siguiente: un cruce entre Gustave Flaubert y Victor Hugo. De Flaubert poseía Vargas Llosa la disciplina obsesiva y la extrema sofisticación formal (que combinó con la de William Faulkner, hechas las sumas y las restas su escritor favorito); de Victor Hugo, la ambición descomunal y la abrumadora presencia pública. Lo cierto sin embargo es que resulta muy difícil hacerse ahora mismo cargo del tamaño de este hombre que acaba de fallecer en Lima, a los 89 años. En realidad, la forma más simple de hacerlo, y acaso la más exacta, es hacer un recordatorio elemental: a los 26 años, Vargas Llosa publicó La ciudad y los perros; a los 30, La casa verde; a los 33, Conversación en La Catedral. Esto significa que, si Vargas Llosa hubiera muerto con menos de 35 años, justo después de haber publicado la última de esas tres obras maestras, no hubiera habido más remedio que considerarlo como uno de los mejores novelistas de nuestra lengua.
El problema —el problema para los escritores que venimos después de él, claro está, la inmensa mayoría de los cuales parecemos a su lado enanitos— es que más tarde publicó cosas como La tía Julia y el escribidor, como La guerra del fin del mundo o como La fiesta del Chivo, novelas que están a la altura de las primeras que publicó, o casi. Más aún, el problema es que, cuando Vargas Llosa parecía un novelista menor, en realidad era un novelista mayor, sobre todo si se lo compara con los demás novelistas de su época: lean Historia de Mayta, por ejemplo, o Travesuras de la niña mala, y comprenderán de qué hablo. En resumen: es muy difícil encontrar un novelista de nuestra lengua —o un novelista a secas— que haya escrito un conjunto de novelas como el que escribió Vargas Llosa.
Lo que acabo de escribir es lo esencial; todo lo demás resulta casi anecdótico. Es un hecho que, aunque ante todo fue un novelista, Vargas Llosa fue también muchas otras cosas; entre ellas, un gran ensayista literario. Se trata de una faceta de su obra mucho menos conocida que otras, pero lo cierto es que, salvo tal vez Milan Kundera, ningún novelista ha elaborado en las últimas décadas una teoría tan coherente, poderosa y persuasiva acerca de la novela y de la labor del novelista; los libros sobre García Márquez, Flaubert o Victor Hugo, o los ensayos contenidos en La verdad de las mentiras o en los diversos volúmenes de Contra viento y marea (incluso un librito de apariencia anecdótica como Cartas a un joven novelista) dan ganas de asentir a esa máxima que asegura, tal vez injustamente, que en realidad los mejores críticos literarios son los propios creadores.
Por lo demás, no hay duda de que, sobre todo en sus últimos años, el Vargas Llosa público —el Vargas Llosa político— oscureció al Vargas Llosa creador, como a su modo le ocurrió a Victor Hugo; es lamentable, pero también natural: para determinadas personas, era más satisfactorio —y desde luego más fácil— abominar de Vargas Llosa por no sé qué opinión más o menos desafortunada que leer las casi 700 páginas de Conversación en La Catedral, o simplemente las más de 300 de La llamada de la tribu, su último gran ensayo político, dedicado a examinar la obra de los pensadores que más influyeron en él, de Adam Smith a Isaiah Berlin, pasando por Ortega y Gasset o Karl Popper. Pero, si hubieran leído sin prejuicios este último libro, algunos de sus apresurados detractores hubieran advertido que Vargas Llosa era en muchos sentidos mucho más progresista que tantos que se llaman a sí mismos progresistas, y sobre todo que era ante todo un demócrata radical, que es lo que cualquier demócrata debería ser. Y, si esas personas hubieran leído la obra de Vargas Llosa de principio a fin —una de las experiencias más gratificantes en las que puede embarcarse un lector de nuestra lengua—, se habrían dado cuenta de que, al margen de los aciertos y los errores que cometió, como intelectual Vargas Llosa podría perfectamente definirse con las palabras que Lionel Trilling empleó para definir a George Orwell: era “a virtuous man”, un hombre virtuoso.
Recuerdo a este propósito la última vez que lo vi, en su casa de Madrid, en compañía de mi amigo Héctor Abad Faciolince. Pasamos la tarde hablando de literatura, y en algún momento Mario nos mostró un ejemplar de la primera edición de Madame Bovary, su novela fetiche, aquella que, según confesión propia, le convirtió en el escritor que fue; hacia el final, inevitablemente, hablamos de política. Fue entonces cuando Héctor le formuló una pregunta que yo nunca me habría atrevido a formularle, sobre todo a aquellas alturas de su vida. “Mario”, le dijo Héctor, “¿no crees que las críticas brutales e injustas que recibiste de la izquierda latinoamericana por tu alejamiento de la Cuba de Castro y del comunismo te hicieron acercarte demasiado a la derecha?”. La respuesta de Vargas Llosa fue un ejemplo perfecto de su probidad intelectual: “Puede ser”, dijo.
Pero todo esto en el fondo son minucias. Pocos se acuerdan hoy de lo que ocurría en la Francia de Flaubert y Victor Hugo, y mucho menos de quienes la gobernaban, pero todos seguimos leyendo Madame Bovary y Los miserables; pocos se acordarán en un futuro próximo de lo que está ocurriendo ahora mismo en Latinoamérica o en España, y mucho menos de quienes las gobiernan, pero durante largos años seguiremos leyendo La ciudad y los perros o La casa verde. Al menos en el ámbito de nuestra lengua, tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace, un escritor tan grande como Vargas Llosa: tan grande y tan rico de aventura.
Seguí leyendo
Conforme a los criterios de