Toda ciudad posee una cartografía sentimental trazada sobre sus rincones más perdurables: el café donde varias generaciones debatieron sobre el mundo, la pizzería que se volvió sinónimo de domingo, el bar que atesora en sus paredes las cicatrices del tiempo. Son anclas de la memoria colectiva, espacios donde el sabor se entrelaza con la biografía de un pueblo.
Villa Carlos Paz, sin embargo, presenta una paradoja fascinante y reveladora: en su bullicioso y siempre renovado tejido urbano, es casi imposible encontrar un establecimiento gastronómico que haya superado el umbral del medio siglo.
No existen los bares notables de otras latitudes. Los fantasmas de confiterías icónicas como el «Lagosierras» o «Matilde» son apenas susurros en el recuerdo de los más antiguos, devorados por una modernidad que no admite la nostalgia. ¿Por qué una ciudad tan exitosa padece de esta amnesia del sabor? ¿Qué dice esta ausencia sobre su verdadera identidad?
La Volanta, que marcó historia como reducto del mundo del rally.
La respuesta es un complejo entramado donde el motor de su éxito —el turismo— es también el verdugo de su memoria. Carlos Paz no es una ciudad que sedimenta su historia; es una que la reinventa cada verano. Su ADN está codificado con la lógica de la temporada, una demanda voraz de novedad que obliga a los negocios a una metamorfosis constante. El paladar del turista de 1975 no es el de 2025, y en esa carrera por satisfacer el gusto efímero, la tradición se convierte en un lastre. Un local no puede permitirse el lujo de envejecer; debe mutar, franquiciarse, redecorarse o, simplemente, desaparecer para ceder su espacio a la próxima tendencia. La permanencia, en este ecosistema, es una forma de fracaso.
A esta dinámica se suma el vértigo del cemento. El valor del metro cuadrado en una de las plazas turísticas más importantes del país ha actuado como una fuerza geológica, demoliendo sin piedad cualquier vestigio de arquitectura modesta o de negocios familiares con baja rentabilidad. Un pequeño café, por más entrañable que fuese, no podía competir contra la promesa de una torre de departamentos o una galería comercial. La ciudad, en su crecimiento explosivo, optó por la plusvalía antes que por la permanencia, sacrificando los cimientos de su propia historia gastronómica en el altar del progreso inmobiliario. No hubo políticas de protección ni un clamor popular por preservar esos espacios, quizás porque la propia comunidad ha internalizado que la esencia de Carlos Paz reside en su capacidad de ser siempre nueva.
Finalmente, esta ausencia nos habla de una identidad cimentada en lo efímero, en el presente perpetuo de la postal turística. La ciudad se define por el espectáculo, por el aquí y ahora de las vacaciones, y no por el peso de un legado que deba ser custodiado.
Los negocios no echan raíces profundas porque sus clientes tampoco lo hacen. Son amores de verano, intensos pero fugaces. Quizás, la verdadera tradición de Villa Carlos Paz sea, paradójicamente, la de no tener tradiciones pétreas, la de ser un escenario en constante desmontaje y reconstrucción. Y en esa fragilidad, en esa incapacidad para retener el sabor de ayer, reside el secreto de su eterno poder de seducción y, al mismo tiempo, su más íntima melancolía.