Siempre pensé que lo que hacía a las hermanas, lo que hacía al vínculo ese, era tener padre y/o madre en común. Yo tengo dos hermanas de padre y madre y una tercera hermana (media-hermana) solo del mismo padre (es hija de la actual esposa de él). Siempre pensé que la diferencia entre la relación que tengo con mi media-hermana y la que tengo con las otras dos era que en la segunda compartíamos una madre, que habíamos tenido la misma madre, aquella que ya murió y que fue el primer matrimonio de mi papá. Ahora pienso que eso no es tan así, o que al menos ya no lo diría jamás de ese modo. Mis dos hermanas y yo, las tres hermanas, tuvimos la misma madre, pero no es exactamente la misma madre.
Como mi madre ya murió, para decir quién fue mi madre o qué madre tuve, tengo que acudir a la memoria, a los recuerdos. Y aquí es cuando, al desplegarlos, me veo sola, me veo “hija única”: mis hermanas y yo no recordamos lo mismo, no heredamos lo mismo. Nunca tenemos las mismas anécdotas, nunca coincidimos en cómo sucedieron las cosas.
No es una disputa de herencias. Podría serlo, pero ya ni lo es. Es una pregunta: ¿por qué dejé todo? ¿Qué versión puedo tener yo de mi madre y de la historia si los objetos no me ayudan a recordar? ¿Es por esta mala distribución de los objetos, de la herencia, que cada una recuerda cosas diferentes? No podía traerme las sillas, siquiera una, en un avión hasta el país donde finalmente hice una casa. Tampoco las macetas, siquiera sin tierra. Dejé la herencia material y a cambio heredé una desmemoria, y el recuerdo de una madre que solo me pertenece a mí. ¿Cómo sería mi vida si yo tomara el té en esa porcelana, si cortara la carne con esos cuchillos de plata, si ahora preparara la ensalada sobre aquella misma tabla?
No puedo saber lo que no fue, aunque puedo sospechar la extrema vinculación que hay entre los objetos y la memoria: lo que se hereda no es solo del orden de lo material sino también del orden de lo espiritual. Resguardar los objetos de generación en generación es sostener una línea temporal que apuesta por el recuerdo en detrimento del olvido. Entonces, en serio, ¿solo por exceso de equipaje dejé todas las cosas?
Hace algunos meses quedé con mi hermana mayor en un café del microcentro. Teníamos que hacer un trámite en la escribanía. La escribana que nos hace los trámites es amiga de la mejor amiga de mi mamá, es casi de la familia. Fuimos a esa oficina millones de veces. Llegué temprano (intento ser impuntual pero no me sale). Le mandé un mensaje a mi hermana para ver por dónde iba ella y me dijo que le faltaban como diez paradas de subte.
“Me meto, entonces, en el café de siempre, el de acá a la vuelta”, le dije. Me preguntó qué café. Por WhatsApp a veces la información no fluye y le expliqué con más mensajes a qué café me refería. Para mí era obvio, pero bueno, no pasa nada por mandar tres o cuatro WhatsApps más. Entre toda la información que le daba, le repetía que era “el de siempre”. Claro está, me refería al que íbamos cada vez que hacíamos trámites en esa escribanía. Me respondió que no recordaba haber ido nunca a un café de por ahí. Yo ya me había acomodado en la mesa redonda, donde, recordaba claramente, había estado sentada tantas veces con mi madre. Le dije: “Me sorprende. No sé, quizá vos nunca viniste, pero es que estoy hasta en la misma mesa en la que me sentaba con mami, la mesa redonda”. Me respondió que no sabía de qué le hablaba. Y luego me respondió otra vez: “O no me acuerdo de nada”.
Vaya una a saber si mi hermana mayor olvidó ese bar o si nunca estuvo ahí. Vaya una a saber si mi hermana menor está equivocada o si acaso es cierto lo que contó en la cena de Nochebuena de hace dos años cuando aseguró que el tapicero que hizo las sillas rojas de la cocina, las que luego heredó, era el mismo que fue pareja de mi mamá y tocaba “Cielito lindo” en la guitarra. “¿Qué decís?”, le dijo la otra, “si ese novio lo tuvo cuando yo tenía once años y las sillas se tapizaron cuando yo estaba en el secundario”. “¡No, nada que ver, estás equivocadísima!”. Y yo agregué a la confusión: “¿El guitarrista no era el que nos traía alfajores porque trabajaba en una distribuidora de golosinas?”. “Ay, Florencia, vos callate porque tenés menos memoria que la computadora de la abuela”.
Fuimos a la escribanía para poder poner en alquiler el departamento de mi tía, la hermana de mi mamá, mientras ella viva en un geriátrico. Allí también pasé mi infancia: la casa de la tía era donde jugábamos hasta tarde, comíamos helado en la cama y abolíamos las normas maternas. Ponerlo en alquiler significa vaciarlo de los millones de cosas que tiene. Las cajitas de mimbre que trajo de Guatemala, donde guardaba los collares que nos poníamos para jugar a ser grandes. Las muñequitas que trajo de Honduras, que me gustaban hasta más que una Barbie. Las láminas que trajo de museos europeos, que no podíamos pintar ni tocar. Las carteras tejidas a mano que trajo de Ecuador, con las que nos disfrazábamos. Los telares que trajo de Bolivia, con los que tapábamos a un bebé de plástico para hacerlo dormir. Los sombreros que trajo de México, que nos parecían ridículos. Los cuadros que eran de la casa de la abuela, que daban miedo. Las fotos que son de la familia.
Veo muchas en blanco y negro: bisabuelo francés casado con bisabuela gallega. Mi hermana mayor dice: “¿Gallega? Es la primera noticia que tengo de que tuvimos una bisabuela gallega, ¿esa no era francesa?”. La menor le explica: “El francés es él, se casa con una gallega, y tienen a nuestro abuelo, entre cinco hijos más”. “¿Y por qué entonces el abuelo era italiano?”. “¿Quién dijo que el abuelo era italiano?, el abuelo era argentino”, digo yo. “La italiana era la abuela”, vuelve a decir la chica. “La abuela era argentina”, aclaro yo, como si quisiera decir algo con sentido. “Ay, bueno, obvio, estamos hablando de sus orígenes”. “Ah, sí, la abuela tenía apellido italiano, pero su mamá era re española, creo, ¿eh?”.
Me guardo una foto en el bolsillo y después me la traigo al país donde vivo. Como quien esconde una prueba sin saber que nunca habrá que probar nada, nada más que algo a una misma, a la hija única que se es, a la soledad en la que se está, a solas con la memoria propia que se vuelve olvido, que se vuelve extranjera, a solas con el olvido. Sin recuerdos, sin herencia.
Repartir una herencia: contar cuchillo a cuchillo, tenedor a tenedor, silla a silla, taza a taza. “Es injusto, te estás llevando tres cosas más que yo”. Contar mes a mes, cama a cama: “Anoche me quedé yo en el hospital, y llevo tres días de trámites en Pami, no puedo más, hacé algo vos”. Es decir, contar acto a acto, acción tras acción. Para que al final, las cuentas nunca cierren. ¿Es justo? Nunca. Nunca es justo. Siempre hay un desfasaje. Entre mi versión y las de mis hermanas, entre mis tareas de cuidados y las de ellas, la madre. Mi madre es esa que yo cuidé; quizá mucho, quizá poco. Mis hermanas tuvieron otra madre y tienen otra versión, otra historia y otras herencias. ¿Y si acaso yo cuidé de mi madre enferma y ellas cuidaron de la suya? Vamos a la escribanía para hacer que ahora, si aún estamos a tiempo, las cosas sean justas. Pero es que ya llegamos tarde.
Ahora la vida (podría ser la muerte) nos devuelve casi a la misma escena. Mi tía no tiene hijos ni hijas. Somos nosotras tres (la media-hermana claro que no) las herederas de sus bienes. Entonces, ¿qué haré yo con las cajitas de mimbre, las muñequitas, las láminas y las carteras? ¿Qué haré con esos objetos o con el recuerdo de esos objetos? ¿Me subiré al avión con un sombrero mexicano puesto si no me cabe en la valija? ¿Tendré que esperar a haberme despedido de mis hermanas y pasar migraciones para ponérmelo, casi a escondidas? ¿Me meteré en un bolsillo una foto fuera de la mirada de ellas, como si robara?
No es un tema de herencias pero acaso sí es un tema de herencias. Es como la madre que no es la misma madre pero es la misma madre porque no somos medio-hermanas sino hermanas del todo, aunque la hermandad sea también algo calculable y contable en unas cuentas que no se ajustan. Heredar ahora a la tía es un déjà vu que no deja olvidar lo que quizá ya no recordamos.
Firmo en la escribanía un papel donde manifiesto mi voluntad de renunciar a mi tercio de su inmueble. No me corresponde, digo. Asumo que no cuido de mi tía, que no cuido de la salud ni de la enfermedad de mi tía, y manifiesto mi renuncia a una herencia. Creía que era un tema de extranjería, de peso y de medidas de la valija, pero quizá era un tema familiar, de ética y de culpa. ¿Cuánto vale cuidar a mi tía? Aun sin hacerlo, ¿puedo cobrarme un telar boliviano? ¿No?, ¿es mucho?, ¿quizá el más roto, feo y sucio, puedo? O tal vez, también, sea un tema del olvido: renunciar a sostener esa línea temporal de generación en generación en una apuesta ya por generar, lejos, algo que sea solo mío. Como mi mamá. Me quedo con eso; es lo que heredo y no comparto; y no negocio.
Siempre pensé que la familia era la dosis mínima de la memoria colectiva. Aún lo pienso. Creo en la memoria colectiva como creo en la idea de memoria toda. Pero ahora también pienso que la familia es la dosis máxima del olvido solitario (el olvido de esa memoria única y exclusiva). Y que la herencia es a los objetos lo que la ausencia de objetos es a la desmemoria: una razón o una causa en su medida más justa. Justo ahí donde no tuvimos la misma madre tampoco tenemos las mismas cosas. No es un problema material; es la soledad del recuerdo en la pluralidad del olvido.
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Florencia del Campo (Buenos Aires, 1982) vive en Madrid desde el año 2013. Toda su carrera la desarrolla desde esta “extranjería”. Es Editora por la Facultad de Filosofía y Letras (UBA), donde también se formó en la carrera de Letras. Publicó las novelas “La huésped” (Baltasara editora y Base editorial, 2016), “Madre mía” (Caballo de Troya, 2017) y “La versión extranjera” (Pretextos, 2019). En poesía publicó los libros “Mis hijas ajenas”, ganador del Premio La Bolsa de Pipas de Editorial Sloper, y “Las casas se caen en verano” (Graviola, 2022). Cuando no escribe, dicta talleres de escritura creativa o construye su casa.