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Elogio de la desobediencia

1.

¿Alguien no escuchó el nombre de “Bartleby, el escribiente”, aquella obra maestra del autor de “Moby Dick”, Herman Melville? Fue publicado a fines de 1853, en la revista Putnam’s Magazine, junto a otra media docena de cuentos. Bartleby es contratado como escribiente en la oficina de un abogado de Wall Street en el siglo XIX. Al principio, él es un trabajador dedicado y minucioso, hasta el instante en que se le pide que revise su propio trabajo, una rutina más. Bartleby responde que preferiría no hacerlo. Estas palabras provocan el efecto de una bomba y desde los propios empleados hasta el abogado-quien narra toda la historia-, no pueden lidiar con la situación. A partir de que Bartleby pronuncia su peculiar frase, el lector comparte las dudas, sus escrúpulos y su perplejidad, pero también su indignación impotente y su rabia.

Bartleby fue el primer ejemplo literario que se me cruzó por la cabeza como un ejemplo de “un héroe moderno de la inacción. Su feroz desestimiento, su testaruda mansedumbre, su pasividad prácticamente lunática, suicida, en un mundo que sólo premia a los más competitivos y arrojados, le otorgan un aura épica. Su presencia gris y desolada adquiere, por contraste con los brillos del éxito ante los que estamos habituados a sucumbir, una nota tan trágica como enaltecedora.” Así lo escribe con ajustada lucidez el crítico español Carlos Martín-Blázquez.

Otros más “eruditos” o “léidos” que yo, podrán agregar otros autores más antiguos que en sus obras, presentaron protagonistas que se negaron a cumplir órdenes absurdas, como un acto de compromiso personal con sus principios morales, familiares o de su comunidad. Y en eso se les fue la existencia como al mismo Bartleby, que se niega a abandonar la oficina que da a las paredes de Wall Street y finalmente muere de inanición.

Son muchas las interpretaciones, algunas más sesudas que otras, sobre el personaje y la obra de Melville: desde generales romanos hasta Jesucristo, pasando por críticas al capitalismo alienante hasta considerarlo como uno de los precursores del existencialismo. No tengo conocimientos suficientes para analizar tan profundamente la obra, pero es cierto que hay algo de Bartleby en el Meursault de Camus o el Soares de Pessoa.

2.

Confieso que el propósito de estas líneas, bastante desordenadas, era ingresar al tema de la desobediencia frente a diferentes tipos de mandatos, especialmente esos que nos inculcan desde el vientre materno, hasta los socialmente adquiridos, sea como un rasgo de sobrevivencia, de “movilidad social ascendente”, o por pura obediencia debida a las pulsiones más oscuras que nos son transmitidas y se cumplen sin cuestionarlas ni cuestionarse su moralidad. Un repaso de nuestra historia patria, la escrita por los vencedores de Caseros, o por sus derrotados, nos asomaría a atrocidades dignas del infierno de Dante.

Ahora bien: ¿cuántas veces no podemos negarnos a cumplir con determinados mandatos, afectivos o sociales, sólo porque eso nos colocaría al margen de una imagen de “caballerosidad, educación, sensatez, cortesía” y demás sinónimos ad hoc. Y si a ello le agregamos, frente una demanda insoslayable, el resabio religioso de la culpa, cartón lleno para el bando de los demandados.

Consulto sin maldad: ¿cuántas veces frente a estos pedidos, invitaciones, o reclamos que consideramos abusivas, fuera de lugar, improcedentes y siempre excesivas frente a nuestras capacidades de satisfacerlas, hemos agachado la cabeza y con la mejor sonrisa cínica dibujada en el rostro, las hemos concedido tragándonos la bilis o puteando bajo cuerda, con un manual de justificaciones que son “carne de diván” en infinitas sesiones “bien pagás”?

Ellos, nuestros íntimos confidentes, nos han dicho que seguramente encontramos en esas acciones, un “goce”. Que si nos faltara de repente el responsable de esa sumisión a la que nos sometemos, nuestras existencias perderían un centro o eje, como quieran llamarlo, y entraríamos en un vértigo o vacío del que no podemos imaginar su volumen, ruido u oscuridad.

3.

Dejo aquí estas ligeras aseveraciones “analíticas”, para señalar que por ¿casualidad? ayer mismo, me encuentro una nota sobre un joven filósofo español llamado Juan Evaristo Vallas Boix, que acaba de publicar un libro cuyo título es “El derecho a las cosas bellas”. Este buen señor se ha puesto a pensar “cómo sería un mundo de perezosos. Si nuestro próximo acto de resistencia fuera descansar”. Resulta que este libro es la continuación de otro anterior “Metafísica de la pereza”, donde el autor, profesor de la Complutense de Madrid, indagó en “las formas de pensar la vida buena que no fueran capitalistas”. Algunas de sus propuestas me parecieron sencillamente provocadoras, en el sentido de obligarme a detenerme y “perder” un buen tiempo en leer sus postulaciones que hace preguntas tales como “¿Dónde estamos cuando no crecemos, ni trabajamos, ni nos realizamos? ¿Qué somos, quiénes somos, cuando menguamos o nos deshacemos, cuando perdemos?”. Y asevera que muchas de estas preguntas se les ocurrieron durante la pandemia. Por ejemplo: “¿Qué hacéis vosotros/as con la rabia y la resignación de no poder hacer otra cosa que producir y trabajar? ¿Cuánto scrolling y cuántos vídeos, cuánta anestesia necesitáis para dejar un momento de pensar y desaparecer de esta vida que queríais amar y acabáis odiando? ¿Qué haréis con la tristeza que os espera cuando descubráis un domingo por la noche, que no sabéis vivir sin trabajar, que la única forma y hábitos que vuestra vida tiene son los del trabajo?”.

Resulta que horas antes, yo había iniciado este texto bajo el título que leéis arriba, y horas después se me aparece, repito, entre decenas de notas de un diario español, la novedad de este buen señor haciendo un llamado a “parar la máquina”, ya no solo en un sentido individual sino también colectivo. Y así lanza esta afirmación contundente: “Tristemente, vivimos en ciudades que nos quieren para trabajar, pero nos expulsan para todo lo demás, donde es imposible vivir por los alquileres insufribles. El trabajador trabaja y luego la ciudad le expulsa, pues ya no lo quiere sino es trabajando o consumiendo.

4.

Como escribió en su poema el autor italiano Cesare Pavese, trabajar cansa. En una era en la que la productividad se glorifica y en la que estar ocioso parece casi un pecado, muchas veces podemos perder la perspectiva envueltos en un torbellino de responsabilidades y presiones. Parar a pensar es, en este momento, más necesario que nunca, aún a riesgo de convertirnos en Bartleby la primera de nuestras recomendaciones de hoy, y empezar a responder “preferiría no hacerlo”. Porque son muchos los escritores y pensadores que lo han hecho antes que nosotros y nos han enseñado que el trabajo (y las obligaciones que ello nos demanda) no solo no nos hace más libres, sino que a menudo nos hace más infelices.

Uno de los pensadores que dedicó más tiempo a la ecuación trabajo-servilismo fue Paul Lafargue. En su El derecho a la pereza se enfrenta a la sociedad burguesa y capitalista, apostando por la liberación del trabajo como vía para construir una sociedad mejor. Mucho después que él, Bertrand Russell exploró en los ensayos de Elogio de la ociosidad los beneficios de una sociedad en la que las horas laborables se redujeran al mínimo posible. Por su parte, Jacques Leclercq se refiere a la búsqueda de la felicidad a través de disponer de una gran ración de tiempo libre en su Elogio de la pereza. 

Pero no solo la actividad laboral nos afecta en nuestra esencia. En Cómo no hacer nada, Jenny Odell nos explica cómo la mentalidad de la ocupación y los estímulos constantes consigue que no nos cuestionemos nuestro propio sentido, como individuos y a escala social.

Bartleby, el escribiente representa, en la desposeída figura de su protagonista, el cansancio de un mundo y de una época que muy probablemente hayan olvidado unas cuantas cosas esenciales. Por caso: nuestro derecho a decir no.

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