En los 2000 una de las tribus urbanas imperantes eran los conocidos como cabezas rapadas. Seguidores de la ideología nazi extendieron el miedo en las calles de muchas ciudades españolas, entre ellas Zaragoza, por agresiones a personas pertenecientes a colectivos vulnerables como los indigentes. Aquel año en la capital aragonesa fue asesinado a patadas Julio Jesús Millán cuando dormía en un garaje del Camino de las Torres. Quien le mató llevaba una botas y dijo que habían sido unos skins los autores cuando en realidad «era una persona normal que cometió un crimen brutal». Así definieron los forenses y policías nacionales al joven Aitor Galindo que fue condenado a 20 años de prisión.
Julio Jesús Millán era natural de Ateca, aunque vivía desde hace muchos años en Zaragoza. Era habitual verle en la zona en la que apareció muerto, donde muchos vecinos le conocían y le tenían especial cariño. Siempre iba cabizbajo, con ropa raída y una bolsa a la espalda. Pocos sabían que estudió Derecho en la Universidad de Zaragoza en una promoción de nombres destacables de la época como el expresidente del Parlamento Fernando Álvarez Miranda; el expresidente de la DPZ Pedro Baringo; el expresidente de la sala segunda de la Audiencia de Zaragoza Rafael Oliete; los magistrados del Tribunal Supremo, Julián Serrano Puértolas y José Ignacio Giménez Fernández, o el penalista José Antonio Ruiz Galbe, entre otros.
De repente decidió elegir la bohemia como forma de vida y se apañaba con una pensión de invalidez que su familia le consiguió. Jamás pedía limosna, ni se le veía beber alcohol. Fue tal la conmoción vecinal la que provocó su muerte que el entonces Ayuntamiento de Zaragoza gobernado por el popular José Atarés se personó como acusación en el caso.
A sus 78 años encontró la muerte en la entrada al aparcamiento del número 36-38 del Camino de las Torres en la que solía dormir todas las noches. Su cadáver fue hallado sobre un gran charco de sangre por la Policía Local de Zaragoza. Según la autopsia, Jesús Millán tenía gravísimas lesiones craneofaciales, con múltiples traumatismos, lo que le produjo una hemorragia cerebral. Asimismo, sufrió aplastamiento de la nariz, lo que hizo que el hombre muriera por asfixia al tragarse su propia sangre. No tuvo posibilidad de defenderse. Eran las 05.30 horas cuando un taxista dio la voz de alarma.
Pero su asesino, que había estado de fiesta con los amigos y que había bebido tanto que dio cuatro veces más de alcohol que la tasa permitida para conducir, no se había ido muy lejos. El veinteañero Aitor Galindo estaba en las inmediaciones con los pantalones y las botas ensangrentadas. No había ninguna duda de que era el principal sospechoso, más aún cuando no era la primera vez que la Policía Local le veía junto a la víctima esa misma noche.
Ante los agentes locales aseguró que él dio aviso a la Policía Local y que fueron unos cabezas rapadas los que golpearon insistentemente al indigente en la cabeza y se dieron a la fuga antes de que llegara la Policía Local
Media hora antes la sala del 092 había recibido una llamada que les advertía de la existencia de una persona que podía encontrarse enferma en el Camino de las Torres. En esa primera intervención, los agentes locales se encontraron a Millán con arazaños en la cara y lesiones leves, queriéndole trasladar a un centro hospitalario, pero este se negó. Dijo que se encontraba bien y que tampoco quería ir a la comisaría a interponer ninguna denuncia. Sin embargo, los funcionarios se percataron que en las proximidades se encontraba un joven. Resultó ser Aitor Galindo.
Ante los agentes locales aseguró que él dio aviso a la Policía Local y que «fueron unos cabezas rapadas los que golpearon insistentemente al indigente en la cabeza y se dieron a la fuga antes de que llegara la Policía Local». Incluso llegó a decir que las manchas de sangre de las botas respondían a que se agachó a socorrer al anciano. Curiosamente le dolía una muñeca y la rodilla derecha, siendo necesario su traslado al hospital Clínico Lozano Blesa de Zaragoza. Pese a su versión eran tales los indicios que ingresó provisionalmente en prisión.
Estuvo dos años en la cárcel y el 31 de enero fue juzgado con un tribunal popular en la Audiencia Provincial de Zaragoza. Ante el jurado, Galindo aseguró que fue sometido «a una especie de tortura psicológica para que me confesara autor de los hechos». «Solo quise ayudar a la víctima y me encontré con una acusación de asesinato», destacó, mientras añadió: «No tenía ningún motivo para odiar ni matar al mendigo».
Pero las pruebas decían lo contrario. Los agentes del Grupo de Homicidios de la Jefatura Superior de Policía de Aragón aseguraron que solo encontraron huellas de Galindo junto al cadáver, que nadie vio cabezas rapadas por la zona y que su declaración estaba plagada de incoherencias y contradicciones. Los padres del joven, por su parte, dijeron que Aitor Galindo «nunca había sido violento». «Era un chico normal como cualquier joven, con sus amigos y sus preocupaciones, pero nunca había creado problemas en casa».
Galindo aseguró que fue sometido «a una especie de tortura psicológica para que me confesara autor de los hechos». «Solo quise ayudar a la víctima y me encontré con una acusación de asesinato», destacó.
El juicio tuvo varias sesiones y una de ellas trató en intentar saber por qué lo pudo hacer. Psicólogos y forenses coincidieron en asegurar que «no hace falta ser un enfermo mental para cometer una agresión grave como un homicidio. Personas normales pueden cometer actos de todo tipo en un momento dado». Destacaron que Galindo responde al perfil de un joven de hoy. Hijo de padres separados que mantienen relaciones cordiales y que se han volcado en apoyarlo. Tampoco tenía antecedentes policiales ni penales y destacaron que su «actitud evasiva y escasa respuesta emocional ante los graves hechos de los que se le acusa, ni lloros ni nervios, aunque esto puede ser un mecanismo de defensa». «Presenta una imagen favorable, adecuada y correcta, tal vez es un intento de que parezca mejor de lo que es», añadieron los especialistas.
Esta normalidad fue la principal baza del abogado defensor, el fallecido Javier Notivoli, si bien para el fiscal Carmelo Quintana todo respondía a la mentira. De ahí que llegara a solicitar 25 años de prisión. Finalmente fue condenado a 20 años. Hubo varios recursos, pero al final el Tribunal Supremo acabó ratificando la pena.