Alrededor de las 2 de la mañana, Joseph sintió llegar su síndrome de abstinencia, repentina y fuertemente. Cayó al suelo haciendo convulsiones y vomitando con fiereza. Comenzó a delirar y a tener alucinaciones.
Despertó a los empujones a su amiga, que lo había dejado entrar más temprano para ducharse, lavarse la ropa y dormir un poco. «¿Me das unos pocos dólares?», le suplicó. «Tengo que ponerme bien.»
La amiga, una asistente social que desde hacía años intentaba que él hiciera tratamiento, lo miró de pie a su lado, desvariando y distraído.
«O vas o dejame que llame una ambulancia», exigió.
A los 34 años, Joseph (que junto con la amiga describió aquella noche en entrevistas posteriores con The New York Times) había pasado muchas veces por abstinencia de opioides: en las calles de Filadelfia, en la cárcel, en rehabilitación. Pero nunca había sufrido nada tan espantosamente devastador como eso.
Una nueva droga viene impregnando el suministro de fentanilo en la ciudad de Filadelfia y va extendiéndose a otras localidades del este y el medio oeste de Estados Unidos: la medetomidina, un poderoso sedante veterinario que causa desmayos casi instantáneos y, si no se lo vuelve a consumir a las pocas horas, provoca síntomas de abstinencia potencialmente mortales.
Esto ha originado un nuevo tipo de crisis con las drogas, causada no por sobredosis sino por abstinencia.
Desde mediados del año pasado, los hospitales de Filadelfia se han visto saturados por pacientes que llegan con lo que los médicos identifican como abstinencia de medetomidina. Aunque la frecuencia cardíaca disminuye drásticamente apenas después del consumo, durante la abstinencia ocurre lo contrario: la frecuencia cardíaca y la presión arterial se elevan de forma catastrófica. Los pacientes experimentan temblores y vómitos incontrolables. Muchos requieren cuidados intensivos.
Joseph no tenía tiempo de ir al hospital. El corazón le latía tan frenéticamente que él se sentía atrapado en un ataque de pánico interminable. Cubierto de sudor y con arcadas, los nervios a flor de piel, agarró los billetes que la amiga le había dado con rabia y salió de la casa al sur de la ciudad. En la oscuridad, tambaleó calle abajo con la esperanza de comprar suficiente droga para sentirse menos mal.
Ciudad bajo nuevo asedio
Durante mucho tiempo Filadelfia fue un punto de referencia en la siempre cambiante crisis de las drogas en EE.UU. Hace tan solo unos años, la xilacina, tranquilizante para animales de gran tamaño que puede causar pudrimiento y abscesos en el tejido humano, apareció en el opioide fentanilo en Kensington, barrio de azotado por las drogas. Pronto comenzó a circular por todo el país.
Hoy la xilacina está desapareciendo de Filadelfia, reemplazada por la medetomidina, sedante y anestésico veterinario de 30 años de antigüedad y hasta 200 veces más potente. Según el Centro de Investigación y Educación en Ciencias Forenses, laboratorio nacional de análisis de drogas, se lo ha detectado en el 91 % de la circulación de fentanilo analizada de la ciudad.
Durante la abstinencia, algunos pacientes pierden el habla, aparentando no darse cuenta mientras defecan en el suelo o vomitan sobre el personal de enfermería. La alta hipertensión arterial puede causar daño cerebral.
“Nuestras unidades de cuidados intensivos (UCI) se desbordaron”, comentó Daniel del Portal, médico de urgencias y administrador del hospital Temple Health, y agregó que médicos, trabajadores de emergencias médicas y equipos de extensión hablan ahora de “crisis de abstinencia”.
Según registros de salud pública de Filadelfia, en los primeros nueve meses de 2025 se registraron 7252 ingresos a urgencias hospitalarias por síndrome de abstinencia, en comparación con 2787 en todo 2023.
También se informó acerca de la medetomidina en Massachusetts, Maryland, Carolina del Norte, Florida, Misuri, Colorado, Ohio y, cada vez más, en Nueva Jersey y Delaware. En Chicago se registró a su vez un volumen considerable. La localidad de Pittsburgh está comenzando a verse inundada.
Desde la sombría perspectiva económica de un narcotraficante, la medetomidina es una opción inteligente. Principalmente se la prodduce en China y en internet se la puede comprar a bajo precio a proveedores de medicamentos veterinarios y productos químicos para investigación. Es tan adictiva que los traficantes no necesitan mezclarla en gran cantidad con el fentanilo.
Inmediatamente después de inhalar, inyectarse o fumar fentanilo con medetomidina, la gente se desploma. A las 8.30 de la mañana de un día laborable, en la avenida Kensington había personas tiradas, ajenas al rugido de los trenes y el ulular de las ambulancias. Un hombre yacía de lado, con todo su peso aplastándole un brazo y una pierna. Otro estaba despatarrado boca arriba, con la cabeza apoyada en el cordón de la vereda. Cuando el efecto de la droga desaparece, la gente vuelve en sí despertada por una nueva avidez.
Kelli Murray, especialista en apoyo entre pares del programa de medicina de adicciones de la Universidad de Pensilvania, arrastraba un carrito lleno de pantalones deportivos, ropa interior, desodorante, botellas de agua, Doritos y kits para el cuidado de heridas.
Una chica joven, delgada y frágil llamada Jessica se acercó trastabillando hasta el carrito y sacó de él un buzo con capucha. Confesó que se sentía prisionera de la droga. «Estoy totalmente atrapada. No sé cómo zafar. Me vuelve loca.”
Kelli Murray, que también se está recuperando, le preguntó si quería ir a un hospital.
Jessica negó con la cabeza. «Me da mucho miedo”, objetó.
Tanto temor le tiene la gente a la abstinencia que gran cantidad se niega a ir a centros de tratamiento por miedo a que allí no controlen sus síntomas adecuadamente. Hay quienes hablan de haber llegado a un hospital solo para pasar horas enteras con una angustia cada vez mayor, viendo cómo se llevan primero a pacientes con otras emergencias (accidentes de tráfico, apuñalamientos). Con gran sufrimiento, se van para medicarse en la calle.
Una última prueba
Joseph se fue de muchas salas de urgencias.
Aquella fría noche de abril del año pasado cuando la amiga lo echó, él, que pidió ser identificado por su segundo nombre para proteger su privacidad, llegó a los tumbos hasta una estación de subte del sur de Filadelfia para encontrar a su proveedor de droga. A las 3.30 de la madrugada, al abrirse las puertas de la estación, se acurrucó en un rincón para protegerse del viento y después se coló en el primer tren.
Hizo balance de su vida. No le había sido permitido visitar a sus hijos durante meses. No podía recordar cuánto tiempo hacía que no trabajaba como obrero en la construcción. Y acababa de pedirle dinero para drogarse a la mujer a la que llama su «hermana», la única persona que siempre lo apoyó.
Tenía el cuerpo hecho un desastre: costras de xilacina que le picaban sin parar en el omóplato, las venas obstruidas por las inyecciones, los senos paranasales inflamados por inhalar droga, la cavidad nasal ensangrentada y supurando.
Se pasó de la parada y pegó la vuelta. Una mujer drogada lo miró fijo. «Tiene que ir a un hospital», le indicó. «Puedo pedirle una ambulancia». Joseph retrocedió.
Con los últimos tres dólares compró una dosis mínima, tan solo lo suficiente para llegar al hospital. Listo. Ya estaba preparado.
Otro viaje en subte incierto. Para cuando cruzó las puertas del hospital, el efecto rápido de la droga había pasado y la abstinencia era devastadora. Lo ingresaron de inmediato.
La oleada de casos de medetomidina en Filadelfia empezó el último fin de semana de abril de 2024, con los servicios de urgencias desbordados por los más de 100 casos inusuales de sobredosis de opioides. Si bien los pacientes recobraban la respiración tras el medicamento para revertir la sobredosis, no despertaban sino que permanecían hasta 12 horas profundamente sedados, con el corazón latiéndoles a apenas 30 pulsaciones por minuto.
El jueves 2 de mayo, el doctor Brendan Hart, médico de adicciones y urgencias de la Universidad de Temple, alarmado por el aumento repentino de sobredosis, le envió un mensaje de texto a un epidemiólogo del departamento de salud pública.
La ciudad ya había mandado muestras de drogas recuperadas al laboratorio forense nacional de análisis de drogas, ubicado en las afueras de Filadelfia.
El 3 de mayo, el epidemiólogo le informó al doctor Hart en un mensaje de texto: “Por primera vez se detectó medetomidina en la circulación de esta semana”.
En el medio oeste de EE.UU. había estado apareciendo medetomidina en muestras dispersas, pero nada comparable al repentino brote de Filadelfia. El doctor Daniel Teixeira da Silva, director de servicios relacionados con el consumo de sustancias del departamento de salud de la ciudad se reunió con médicos y equipos de atención comunitaria de todo el municipio. Diez días después, el departamento mandó una alerta a los hospitales. Una semana más tarde, el laboratorio de análisis de drogas emitió una alerta nacional dirigida a servicios de emergencia, médicos forenses, equipos de reducción de daños y funcionarios de salud pública.
Toxicólogos de laboratorio y médicos de Temple, de la Universidad de Pensilvania y la Universidad Thomas Jefferson colaboraron a fin de publicar estudios de caso y organizar seminarios web para difundir el mensaje, centrándose inicialmente en la sedación extrema.
Pero para el otoño boreal de 2024, a medida que cada vez más gente se volvía dependiente de la mezcla de medetomidina y fentanilo, salieron a la luz los verdaderos horrores. Pacientes con frecuencias cardíacas que alcanzaban los 170 latidos por minuto (la frecuencia cardíaca normal en reposo es de entre 60 y 100) llegaban en ambulancia no solo de las calles, sino también de centros de tratamiento de drogas y celdas policiales. Los médicos «intentaban de todo», como expresó uno de ellos, para contener los síntomas de abstinencia. Decidieron usar un goteo intravenoso de dexmedetomidina, sedante pariente de la medetomidina que es seguro para las personas. Hoy el departamento de salud está distribuyendo tarjetas impresas sobre la medetomidina con instrucciones de tratamiento para personas con síntomas de abstinencia.
A medida que los pacientes llenan las camas de cuidados intensivos, los hospitales debaten cómo contener los efectos secundarios. Los costos hospitalarios se disparan. Dado que la abstinencia de medetomidina no es todavía un diagnóstico reconocido que requiera hospitalización prolongada, el reembolso es limitado.
El tiempo empieza a correr incluso antes de que cada paciente ingrese: este año, a lo largo de un periodo de seis meses, una ambulancia especial de cuidados intensivos transportó a 255 pacientes desde la unidad satélite Kensington de Temple hasta su hospital principal, en viajes de tres kilómetros que duran 11 minutos. Se espera que el costo para el sistema de salud, solo por ese transporte, alcance los 2 millones de dólares a fin de año.
Y después de estabilizar a estos frágiles pacientes, el cuerpo médico piensa en cómo darles de alta de manera segura, con buena parte de esa gente sin techo y en ciertos casos con deterioro cognitivo temporal.
Ahora, con el descenso de las temperaturas en el hemisferio norte, al doctor Teixeira da Silva le preocupa que la gente se desmaye al aire libre por la medetomidina, a lo que él denomina «crisis de salud pública de sedación prolongada». ¿Cómo deberían tratar los servicios de emergencia a una persona sedada con medetomidina cuya ropa y piel mojadas podrían congelarse y quedar adheridas a la acera?
“Si llamamos a los servicios de emergencias médicas por todas las personas sedadas y expuestas al frío extremo, ¿qué va a ocurrir con nuestros hospitales?”, preguntó.
Después de la desintoxicación
Hace unas semanas, Joseph caminaba por una vereda muy concurrida junto a la avenida Kensington, charlando con gente que hacía cola para recibir servicios y con quienes los prestaban. Cada sábado, la organización sin fines de lucro Everywhere Project, proporciona comida, ropa, primeros auxilios, suministros para el consumo seguro de drogas y flores hasta a 500 personas. Los organizadores estiman que aproximadamente tres cuartas partes de esas personas consumen drogas. Joseph es voluntario habitual. Hasta la primavera pasada, era cliente habitual.
“Aquí puedo ser yo mismo con todo el mundo”, contó. “Me han visto en mis mejores y en mis peores momentos más de una vez.”
Ya no es el joven fantasmal de pelo rebelde y enredado y cara ensangrentada de boxeador que ha perdido la pelea. Este Joseph tiene el pelo rapado, barba y bigote cortos y un cuerpo que se mueve con seguridad, luego de haber recuperado 27 kilos.
Tras ingresar en el hospital aquella noche de la primavera pasada estuvo allí siete días, la mayor parte en cuidados intensivos. En determinado momento, todavía con el dolor de la abstinencia, alucinó que tenía dinero para comprar medicamentos. Se arrancó las vías intravenosas y murmuró que necesitaba recuperarse.
«No quería pasar más por eso», dijo.
«Pero», continuó, «tampoco quería volver a hacerlo».
Agotado, se dejó caer de espaldas en la cama.
Otro día, cuando sus signos vitales parecían estables, lo trasladaron a una planta de cuidados intermedios. Horas después, con el corazón acelerado, lo llevaron de urgencia a cuidados intensivos.
Al ser dado de alta, Joseph quiso continuar con su desintoxicación. Asistentes sociales del hospital le consiguieron una cama en rehabilitación para pacientes internados, donde comenzó terapia grupal e individual. El plantel médico le ajustó cuidadosamente la medicación, incluyendo clonidina para la hipertensión arterial relacionada con la medetomidina y metadona para la adicción al fentanilo. Al cabo de 46 días se trasladó a una casa de recuperación grupal, que ahora administra él mismo.
Joseph sabe que debe estar siempre alerta: una vez recayó luego de casi dos años de sobriedad. Se mantiene deliberadamente ocupado: visita a sus hijos, va a diversas reuniones, viaja una hora de ida y otra de vuelta a la clínica de metadona donde trabaja voluntariamente y cumple un nuevo horario de 9 a 17 horas en venta telefónica.
Mientras supera todavía su bruma mental, considera que hablar todo el día con personas desconocidas desde un escritorio le resulta agotador. «Pero sé ser amable con la gente y trato de hacer lo que puedo», afirma.
Con seis meses de sobriedad hasta el presente, probablemente sea demasiado pronto para que Joseph esté haciendo un voluntariado en Kensington, expuesto a las mismas «personas, lugares y cosas» —como dicen los manuales de recuperación— que quiere dejar atrás.
Pero, aclaró: «Me gusta mostrarle a la gente lo que se ve del otro lado. Que no está tan lejos, que está al alcance».
Algunos sábados le sudan las palmas de las manos al sentir la atracción de la droga. Pero a lo largo de una cuadra, Joseph también ve lo que le espera si prueba un poco. Mientras las filas para recibir comida avanzan lentamente, un hombre escuálido, sentado en la vereda con las piernas cruzadas y escasas pertenencias a su lado, se desploma abruptamente.
Periodista de salud para The New York Times, Jan Hoffman cubre temas de adicción a las drogas y legislación sanitaria.
Traducción: Román García Azcárate
MG
