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Nadie con auctoritas

La crisis que atraviesa el PSOE no responde ya a episodios aislados, sino a una secuencia que ha ido ampliando su alcance político. Durante meses, el foco se ha situado en el entorno de José Luis Ábalos, Koldo García y Santos Cerdán, una trama vinculada a comisiones en adjudicaciones de obra pública que permitía al Gobierno tratar de encapsular el problema y situarlo en una etapa superada. No obstante, las recientes actuaciones judiciales, con la detención del expresidente de la SEPI, Vicente Fernández, la del empresario Antxon Alonso, vinculado a Cerdán, y la de Leire Díez, relacionada con ese mismo entorno, junto con los registros a empresas públicas y la reactivación del caso Plus Ultra y la intervención de la UDEF, han desbordado ese marco.

El paralelismo con 1995 es claro. También entonces la crisis del PSOE fue consecuencia de la acumulación de casos -Filesa, Roldán y GAL- que erosionaron progresivamente la autoridad del Gobierno de Felipe González. Un patrón similar al actual, donde lo determinante es la acumulación de causas y la percepción de agotamiento del proyecto político, una percepción acentuada por la aparición de denuncias internas de acoso sexual que cuestionan uno de los pilares discursivos del partido de Pedro Sánchez.

La diferencia, sin embargo, reside tanto en la reacción del presidente como en la de sus socios. González resistió durante meses, pero acabó asumiendo que el problema era estructural y que la legislatura estaba agotada, incluso antes de la retirada formal de apoyos parlamentarios. Pedro Sánchez, en cambio, ha construido su liderazgo sobre la resistencia y continúa operando desde esa lógica: confía en que el desgaste pueda administrarse sin asumir responsabilidades políticas personales ni reconocer el fin de ciclo, negándose incluso a una reforma profunda del Gobierno, pese a las demandas de su socio de coalición, que solo retóricamente ha elevado el tono. Yolanda Díaz ha calificado la situación de insostenible, pero evita una ruptura que le obligaría a afrontar un escenario electoral incierto. El PNV, por su parte, exige contener la acumulación de escándalos y cuestiona la viabilidad de la legislatura, pero sin retirar sus apoyos ni redefinir su relación con el Gobierno, evitando así forzar un desenlace. Y el resto de apoyos parlamentarios se limita a protestar enérgicamente.

Una actitud que contrasta profundamente con la de CiU en los noventa, que sí asumió el coste de forzar unas elecciones. Entonces, los nacionalistas catalanes, de la mano de Jordi Pujol y Miquel Roca, demostraron tener auctoritas y, tras concluir que no existía horizonte de estabilidad, retiraron su apoyo parlamentario, contribuyendo a ordenar el final de una crisis prolongada. Y González asumió las consecuencias de esa retirada. Pero hoy ni existe en la política española un actor dispuesto a desempeñar ese papel ni hay un presidente capaz de asumir sus responsabilidades y de reconocer que, acechado por los escándalos y sin mayoría parlamentaria, no se puede gobernar.

*Profesora de Ciencia Política (UV) y miembro del Comité Editorial de El Periódico

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