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Silencio, lágrimas y rabia en el epicentro del ataque ruso más mortífero en Kiev de 2025: «Éramos civiles. Civiles! Que el mundo lo sepa»

Apenas nada suena. Tan solo la resonancia lejana de alarmas antiaéreas rasga el silencio del distrito de Sviatoshynsky de Kiev. Un mutismo que acaso se entrelaza con el tímido llanto de una mujer que asoma la cabeza por el enorme orificio que el misil ruso dejó en su casa, y que laceró, al instante, toda el ala oeste del edificio. No puede asimilar la desgracia. Se tapa el rostro con las manos, alejándose, de nuevo, hacia una penumbra envuelta en polvo gris, murmurando entre sollozos «ні, ні, ні» (no, no, no).

Unos metros más allá, el ruido seco de cristales y escombros devuelve de golpe la cordura que la impactante escena puede llegar a robar por un instante. Voluntarios de protección civil despejan aún el área. Ha ocurrido una tragedia. La congoja se adueña de este tranquilo vecindario, después de que el pasado jueves un misil de crucero Iskander-K impactara en un bloque de viviendas. Solo en él, 28 personas murieron. Ha sido el ataque ruso más mortífero en la capital de Ucrania este 2025.

Estado en el que ha quedado el edificio de viviendas de Kiev atacado. / LARA ESCUDERO

El dolor prorrumpe sin pudor en los alrededores del edificio. Vecinos del barrio y gentes llegadas de otros puntos de la ciudad procesionan a cuentagotas por las calles contiguas, portando ramos de flores. Vienen a rendir homenaje a las víctimas. A los pies del bloque, se ha improvisado un modesto altar. Sobre el suelo, descompuesto por las explosiones, yacen las fotografías de quienes perdieron aquí la vida. Las han enmarcado. Y las abraza ahora un montículo de tallos y pétalos multicolor que engrosa con el paso de las horas y los días. Traen también velas y peluches. Encabezando el altar, llama la atención un montoncito desperdigado de coches de juguete, pelotas, golosinas, muñecos de superhéroes y hasta un Pikachu. También murieron cinco niños. Mientras dormían. El más pequeño, de tan solo dos años.

La solidaridad se apila en apenas tres metros cuadrados. Por grupos, en pareja, o en solitario, cientos de personas presentan sus respetos. No brota ni una sola palabra en ningún momento. Tan solo lágrimas. Una jovencísima chiquilla de pronto se abraza a su madre, desconsolada. No emite sonido alguno, pero la rabia grita en su interior. En el de todos.

Al alzar la vista, se distinguen parcialmente los esqueletos de lo que un día fueron estancias de las casas que saltaron por los aires. Cocinas. Salones. Habitaciones. El área está precintada, manteniendo así un perímetro de seguridad. Inmensos pedruscos, baldosas punzantes y partes de mobiliario se esparcen por la zona cero.

Una de las cocinas del edificio atacado, al descubierto por el impacto de las bombas. / LARA ESCUDERO

El segundo que todo lo cambió

En la acera más próxima a la entrada del edificio, Dima se ofrece a sí mismo un descanso, exhalando el humo de su cigarrillo. Respira entrecortado. Mantiene la mirada fija en un punto. Está en trance. Todavía en shock. Pero quiere compartir su historia. «Éramos civiles. ¡Civiles!. Mujeres. Niños. Ancianos. Que el mundo lo sepa», arranca impotente. Con los ojos vidriosos, y un leve temblor en la mano derecha, señala hacia su piso. El noveno. «No logro entenderlo. No sé ni cómo ni por qué sigo vivo. No creo en Dios, pero doy gracias a los ángeles, o a quién sea por ello», confiesa.

Recuerda aquella noche como la más terrorífica de su vida. Todo empezó a la una de la madrugada: «Mis padres y yo escuchamos un silbido muy fuerte por encima de nosotros. Era un dron Shahed. Ese no explotó, pero andaba merodeando», explica. Volvieron a dormirse, hasta que, a las 4.30, la app antiaérea alertó de que volaban misiles hacia Kyiv. «A veces es más peligroso salir a la calle a buscar refugio en ese momento, así que nos metimos en el baño. Pensamos que allí estaríamos más seguros, lejos de las ventanas», revela. Tuvieron suerte. Poco después, sintieron una inmensa detonación que los zarandeó: «Entonces supe que algo gordo había pasado», prosigue.

Dima, vecino del edificio atacado de Kiev, posa para EL PERIÓDICO. / LARA ESCUDERO

Salieron corriendo hacia el pasillo de su planta y se quedaron boquiabiertos. La casa de sus vecinos había desaparecido. Desprendida, de cuajo. «Veíamos el otro lado de la avenida, corría el viento», describe. Aún no es capaz de digerirlo. La distancia entre sus puertas apenas eran unos cuantos pasos. «Fue un segundo», cuenta chasqueando los dedos: «Ellos murieron. Asesinados en su propio hogar. Y mi familia apenas sufrió un rasguño. Cinco metros nos separaron de la muerte. Es un milagro«, concluye cabizbajo.

Entre escombros, murmuros, lágrimas y otros milagros

Dentro del edificio, el aire es denso. Todavía se percibe el olor a combustión. Huele a hormigón desintegrado. A óxido. A humedad. A muerte. El trajín de personas no cesa. Suben y bajan las escaleras, aún en pie, con cajas y enseres personales. Los que han sobrevivido, deben realojarse. Hay riesgo de derrumbe. En un corrillo de vecinos, se habla de «la chica del sexto». Nadie puede creer su historia. Aquella noche, durmió en el sofá. Tras la explosión, la onda expansiva la lanzó bruscamente hasta atravesar un ventanal comunitario. Aterrizó unos 30 metros más abajo, junto con el sofá, en el descampado de enfrente. Tan solo se fracturó una pierna y un diente. Sus padres murieron en el acto.

Otra de las vecinas del bloque afectado por el ataque más mortífero ruso en lo que va de año en Kiev. / LARA ESCUDERO

El epicentro de un ataque como este encarna un conglomerado de tangibles e intangibles. Extraños y conocidos pululan por en el interior. Igor se detiene unos segundos en cada piso, persignándose y haciendo unas fotos con el móvil. Mantiene la compostura, hasta que llega a la puerta del quinto, en el lado izquierdo, que se llevó la peor parte. Saca un pañuelo y se seca las gotas de tristeza que se deslizan por su mejilla: «Aquí vivían la hermana de mi amigo del colegio y su hijo. Los dos han muerto», cuenta afligido, mientras abandona el bloque.

El inmueble, despedazado, se ha convertido ya en el edificio de toda Ucrania. En otra efigie más del drama propio y colectivo al que les ha empujado una guerra que dura ya más de tres años. El presidente Volodímir Zelenski también lo visitó este fin de semana para dar el pésame a las familias de los fallecidos, a quienes Ucrania, dijo, «llorará por siempre».

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