«La guerra es lo que ocurre cuando fracasa el lenguaje». Esta frase de Mark Twain explica lo que desafortunadamente ha sucedido en tantas ocasiones a lo largo de la historia de la Humanidad. Invocar la violencia y no el diálogo es abrir la puerta a cualquier guerra.
En los tiempos actuales soplan vientos de guerra en todas direcciones, a juzgar, no solo por los conflictos abiertos que están asolando el planeta, sino por la amenaza de una contienda generalizada.
Tras la II Guerra Mundial, la Humanidad, horrorizada por los estragos que había producido aquel enfrentamiento, enfocó sus esfuerzos hacia la construcción de la paz. A poco de terminar el conflicto, cuando las naciones estaban en ruinas, representantes de cincuenta países se reunieron en San Francisco, firmando la Carta de la Naciones Unidas, documento matriz para la posterior creación de la ONU. Se esperaba que esta decisión colectiva evitase nuevas guerras como la que se acababa de vivir.
No es baladí que la Carta de Naciones Unidas comience su redacción afirmando que «nosotros, los pueblos de las naciones unidas, resueltos a preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que ha infligido a la humanidad sufrimientos indecibles…hemos decidido unir nuestros esfuerzos…»
Pero en los últimos años otras guerras terribles, Ucrania y Gaza, han venido a sumarse a un número considerable de conflictos previos (Sudán, Birmania, Siria, etc.) cuyas consecuencias, documentadas en los medios de comunicación, nos estremecen a diario.
A nivel mundial los niveles de violencia están aumentando. Con este panorama es fácil perder la esperanza en el género humano y resignarse a pensar que las guerras son inevitables. Cabe incluso preguntarse si la especie humana está programada para la guerra.
Es en estos momentos de alta conflictividad, cuando resurgen argumentos simplistas que hablan de la guerra como parte de nuestra herencia genética, e incluso de la evolución normal de la especie, considerándolas, por lo tanto, consecuencia inevitable de la propia naturaleza humana. Se trata siempre de doctrinas que no pretenden sino justificar la adscripción al conflicto como cuestión ineludible. E incluso, por encima de estas teorías deterministas sobrevuelan justificaciones de guerra aún más falaces, que se basan en baluartes ideológicos e incluso religiosos. Pero este pesimismo histórico puede y debe combatirse. Y la ciencia ha contribuido claramente a ello.
En 1986 se declaró el llamado «Manifiesto de Sevilla», con ocasión del Año internacional de la Paz, bajo los auspicios de Naciones Unidas, producto de un acuerdo entre científicos de numerosas ramas del conocimiento, cuyo postulado fundamental afirma que «la paz es posible, porque la guerra no es una fatalidad biológica».
Los autores del documento fueron científicos de numerosos países. Entre estos se encontraban antropólogos, etólogos, fisiólogos, politólogos, psiquiatras, psicólogos y sociólogos. Todos afirmaron unánimemente que es falsa la inevitabilidad de la guerra.
La historia también afirmó un día que la esclavitud y la dominación basada en la raza o el sexo estaban inscritos en la biología humana. El signo de los tiempos demostró la falsedad de esta afirmación. La esclavitud se ha abolido y hoy en día se ponen en práctica numerosos medios para acabar con la dominación basada en la raza o el sexo. «De la misma forma, se puede acabar con la guerra», concluye el Manifiesto.
Para ello, los científicos elaboraron cinco proposiciones:
1. La guerra es propia del hombre, por cuanto el recurso a utensilios, la institucionalización y la coordinación de los comportamientos por medio del lenguaje, son elementos específicamente humanos. Ello evidencia que la guerra es un fenómeno cultural. En otras palabras, desde un punto de vista biológico, la guerra no es inevitable.
2. Los genes no producen individuos necesariamente predispuestos a la violencia, pues, aunque están implicados en nuestro comportamiento, ellos solos no pueden determinarlo totalmente.
3. La violencia no se inscribe en nuestra herencia evolutiva, lo que desmiente la hipótesis de que a lo largo de la evolución humana se ha operado una selección en favor del comportamiento agresivo.
4. La creencia en la necesaria supremacía de los mecanismos cerebrales de la agresividad sobre las vías de control emocional y social queda invalidada por los actuales conocimientos sobre los mecanismos de funcionamiento del cerebro humano.
5. La guerra no responde a un motivo único. Normalmente los conflictos se inician por factores emocionales, principalmente miedo o ira, pero se desarrollan a través de factores cognoscitivos y otras aptitudes sociales que desembocan en justificaciones racionales, hasta llegar a las últimas instancias de planificación.
En conclusión, las guerras son fenómenos culturales, y es allí mismo donde se encuentra la solución, tal vez usando el lenguaje, como afirmaba Mark Twain. En este mismo sentido, el preámbulo de la constitución de la UNESCO afirma que «puesto que las guerras nacen en la mente de los humanos, es en la mente de los humanos donde deben erigirse los baluartes de la paz”.
El comentado «Manifiesto de Sevilla» es un documento científico destinado a sembrar esperanza ante las dudas y pesimismos que despierta la supuesta inevitabilidad de las guerras, basada en teorías sobre la maldad implícita del género humano.
Este documento fue adoptado por la UNESCO en 1989 con la pretensión de fomentar su uso en programas educativos. Tal vez si se universalizara esta recomendación, podría hacerse realidad la afirmación de la poetisa americana Eve Merriam cuando dijo «Sueño con dar nacimiento a un niño que pregunte: mamá, ¿qué era la guerra?».
Javier Castejón