Cuando suena el himno nacional, no solo comienza una melodía: se abre un portal a la historia, a la épica y al sentimiento de un país. Y lo primero que se dice, esa primera línea, tiene el peso simbólico de todo lo que viene después.
Argentina arranca con un llamado a despertar: “Oíd, mortales, el grito sagrado”. México se dirige directo a su gente: “Mexicanos, al grito de guerra”. En Perú, la libertad toma el protagonismo: “Somos libres, seámoslo siempre”. Cada país elige con precisión esa primera frase, y en ella resume quién es.
Bolivia grita “¡Bolivianos, el hado propicio!”, Chile comienza con “Puro, Chile, es tu cielo azulado” y Colombia con el imponente “¡Oh gloria inmarcesible!”. Brasil, único en portugués, canta “Ouviram do Ipiranga”, evocando su grito de independencia.
Uruguay arranca con “Orientales, la patria o la tumba”, Ecuador saluda a la nación con “Salve, oh Patria” y Venezuela exalta al pueblo con “Gloria al bravo pueblo”.
En Cuba, el comienzo es una arenga directa: “Al combate corred, bayameses”. Honduras inicia con “Tu bandera es un lampo de cielo”, Guatemala canta “Guatemala feliz que tus aras” y El Salvador dice “Saludemos la patria orgullosos”.
Las palabras que abren cada himno condensan épica, lucha, identidad, pertenencia. Algunas invocan al pueblo, otras a la patria, otras a la gloria o al combate. Pero todas, sin excepción, encienden algo que va más allá de lo musical: el alma de una nación.