El Aquidabán es un barco emblemático en Paraguay, especialmente en el norte del país, conocido como un «mercado flotante» o «supermercado fluvial». Desde hace décadas, ha sido un importante medio de transporte y comercio para las comunidades ribereñas del río Paraguay.
El viaje no comenzó en el puerto de Asunción, sino mucho antes, en las historias sobre un río que era más que agua: era la arteria de un país, y sobre un barco, el Aquidabán, que era un universo flotante. No se trata de un crucero, ni de una travesía turística. Es un viaje a las entrañas del Paraguay, donde un pulso lento te arrastra a una realidad donde el tiempo se mide por las distancias que se sienten en el alma.
El día de la partida, el puerto era un hormiguero bullicioso. Cientos de vidas, de historias, de bultos y esperanzas se agolpaban en el muelle. Familias enteras con sus gallinas, sacos de arroz, botellas de gas, muebles desarmados. El Aquidabán, viejo y digno, no parecía imponente, pero cargaba la solemnidad de quien sabe su propósito. Su estructura de hierro, pintada de un azul gastado, era el hogar flotante de comunidades enteras, su nexo con el mundo. Al subir la pasarela, el aire se volvió denso con el olor a diésel, a humedad, a sudor y a la expectativa de lo desconocido.
Encontré mi rincón entre la cubierta y una pila de cajas. La vida en el barco era una sinfonía de convivencia. Los niños correteaban, los adultos conversaban en guaraní y español, las mujeres cocinaban sobre braseros improvisados. Nadie tenía prisa. Las horas se estiraban bajo un sol que caía a plomo, o se acortaban bajo chaparrones tropicales que limpiaban la cubierta y dejaban el aire nítido. Compartir un tereré, una charla sobre la vida en el Chaco o el precio de la carne, era parte de la travesía. No había extraños; solo personas en el mismo río, bajo el mismo cielo.
El río Paraguay es un lienzo cambiante. Al principio, las orillas aún mostraban la cercanía de la civilización: pequeños caseríos, ganado pastando. Pero a medida que avanzábamos hacia el norte, el paisaje se transformaba. La selva se hizo más densa, más impenetrable. Las palmeras se alzaban como centinelas, los jacarandás florecían en explosiones púrpuras, y los camalotes formaban islas verdes a la deriva. La única presencia humana era la del barco, un punto diminuto en la inmensidad verde y marrón.
Las paradas en los pequeños puertos ribereños eran como escenas de un documental: el silbato ronco del Aquidabán anunciando la llegada, la algarabía de la gente esperando, el trasiego de mercancías que se cargaban y descargaban con una coreografía de brazos y sudor. No había muelles sofisticados, solo orillas de barro donde la gente se subía y bajaba, llevando consigo lo esencial para sus vidas remotas.
Las noches en el río eran un espectáculo aparte. Bajo un manto de estrellas que parecían caer sobre nosotros, el cielo era una cúpula sin fin. El motor del Aquidabán, un zumbido constante, se convertía en el latido del río, la nana que te mecía hasta el sueño. Y a veces, en la oscuridad impenetrable de las orillas, los ojos rojos de un caimán o el lamento lejano de un animal de la selva te recordaban la vida salvaje que custodiaba el camino. Era un sueño profundo, cargado de la vibración de la naturaleza más pura.
Días después, cuando la vegetación se volvió más rala y el sol más implacable, anunciando el Chaco paraguayo, supimos que Bahía Negra estaba cerca. El Aquidabán aminoró la marcha, como si no quisiera romper el hechizo del viaje. Al llegar, la pequeña población se abría ante nosotros, polvorienta y remota, una promesa de tierra firme. No había euforia de llegada, sino la quietud de una comprensión.
Bajé del barco con una extraña levedad, como si el peso de la mochila, y el de mis propias certidumbres, se hubiera diluido en el agua. Había subido con la idea de alcanzar un punto en el mapa, y bajaba con la revelación de haber recorrido un mapa interior.
El Aquidabán no era solo un medio; era una escuela, un templo flotante donde el tiempo y la distancia enseñaban una sabiduría ancestral. Me había entregado al pulso del río, a la convivencia forzada, a la vasta e indiferente belleza de una naturaleza que no pide permiso para ser. Y en ese viaje, en esa rendición, había descubierto que la verdadera llegada no estaba en la orilla, sino en la transformación que el río había obrado en mí. Hoy, siento el eco de aquel motor y sé que el Aquidabán no solo te lleva, sino te devuelve cuando quiere.